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viernes, 3 de febrero de 2012

MI BICI CAMINO (V): Cronología de la ausencia y del retorno. Invierno 2003... y siguientes

     Escribir este capítulo, con la herida de la segunda lesión todavía por cicatrizar en mi ánimo y en mi forma física, es una tarea una pelín "escabrosa", que he ido postergando hasta no tener más remedio ni más urgencias que afrontar el pasado para dejarlo atrás. Ya lo sabéis quienes habéis estado conmigo estos meses: las dos lesiones de mi Vida empezaron probablemente por los mismos motivos, en las mismas fechas del año. Mi capacidad de reacción y los errores que de rebote he cometido con mi Vida, no han sido muy distintos, a pesar de los ocho años transcurridos.

     Después de mi viaje a Portugal, de mi primera maratón de Espadán en diciembre de 2002, atravesaba una de esas épocas de "hipermotivación", alentada por un estado de forma excepcional (para mi modesto físico, quiero decir)

     En enero de 2003 empecé a sentir molestias en las rodillas, algo parecido a "tenerlas gastadas", describía entonces, cuando no había oído hablar nunca de lesiones ni era consciente de que por hacer "lo poco" que yo hacía se pudiera incurrir en ellas.

     A principios de febrero subí a despedirme de Las Alcublas; le hice una foto a Camino debajo de un almendro (que para mí es la imagen de la esperanza); me temía que tardaría en volver. El segundo fin de semana de febrero (exactamente el mismo en el que me despedí el invierno pasado de la Peña de Moncada) pasé con El Botánico junto a la Cueva Santa; me asomé a la gruta y prometí subir el puerto si alguna vez podía volver a coger la bicicleta. Tardé dos años y dos meses en cumplir la promesa.

     El primer traumatólogo con el que tuve la mala suerte de pedir cita me diagnosticó "desviación de rótula propia de las mujeres de mi edad". El tratamiento fue el siguiente: sulfato de glucosamina y nada de desniveles (ni en bici ni andando ni esquiando)... el resto de mi Vida. La consulta al especialista acabó de fastidiar mi rodilla derecha, porque si no iba a poder volver a salir a la Montaña, decidí "quemar las naves" mientras me durara la forma. Ahora sé que probablemente se trató de una tendinitis rotuliana, originada por una sobrecarga en el cuádriceps y el tensor de la fascia lata (esto último he seguido toreándolo durante años sin saber de qué se trataba y lo relativamente fácil que era solucionarlo) Los dictámenes de traumatólogos y los tratamientos infructuosos de clínicas de fisioterapia se repitieron, tripitieron e incluso más.

     Desde mediados de febrero a mediados de junio, prácticamente no pude andar ni conducir ni, por supuesto, montar en bicicleta. Me limitaba a bajar los cuatro pisos del Ático una vez al día, para ir a trabajar. En dos meses había pasado de terminar una maratón de Montaña a utilizar el ascensor de minusválidos del instituto e ir al parque (a dos manzanas de casa) en coche, para llegar al banco donde escribía con muletas. Fue así, a tramos en coche y otros con muletas, como guié al Botánico a la cumbre de Peñascabia, la Montaña Sagrada.

     A principios de verano una compañera me habló de una fisioterapeuta que le habían recomendado para un problema de espalda; me convenció de que la acompañara. Helena Ortiz Pavías (clínica HOP, Puerto de Sagunto) fue la primera persona que me dijo que volvería a hacer Montaña, aunque necesitaría mucha paciencia (virtud de la que no ando sobrada) Las manos de Helena y el cuidado de Marta (mi compañera), que prácticamente me arrastró a la consulta durante todo el verano, fueron dando lentamente su fruto:

     En agosto salimos a hacer mi primera excursión, a los pies de Peñascabia, unos 100m de desnivel. La siguiente habíamos previsto llanear por La Murta; pero mi amante me abandonó esa misma mañana; los mapas quedaron durante semanas abiertos sobre la mesa, hasta que fui capaz de retirarlos. Cuando reaccioné, hice las mochilas y salí con la ranchera a conocer Segovia, donde paseé por las pistas más llanas y visité los jardines de la Granja de San Ildefonso con los dos bastones y las dos rodilleras. Cuando he estado fuerte, he pensado muchas veces en volver allí, donde con tanta claridad y valentía fui encarando la Vida. ¿Cómo perdemos cíclicamente la lucidez que tanto nos costó recuperar?

     Con la "vuelta al cole" volvió El Botánico, donde me he sentido reconocida y arropada tanto cuando he sido la más fuerte como cuando apenas he podido andar. Alentada por la participación en los programas trimestrales (de los cuales guiaba una parte notable), me esforcé en cuidarme para no recaer.

     El otro aliciente vino del ámbito laboral: cuando crucé la puerta del IES Laurona (donde había trabajado dos años antes), dirección me encomendó la Semana Blanca. Un compañero al que apenas recordaba hizo todo lo posible por ser el otro acompañante. Aquel curso preparamos y compartimos muchas actividades con los alumnos (y sin ellos); esa motivación hizo llevadera la añoranza de otras metas. Afortunadamente, la Divina Providencia siempre acaba proveyendo, y alguien a quien no esperábamos acaba haciendo por nosotros lo que quien duerme a nuestro lado ni siquiera fue capaz de intuir. El corazón no es insensible a ello: no eché de menos a mi amante ni pude continuar la relación de pareja recientemente iniciada.

     “Es como necesitar rascarte la cabeza y no poder”, me quejaba, refiriéndome a pedalear. Echaba físicamente de menos la cadencia de mi cuerpo sobre Camino, por no hablar de los efectos psíquicos de las endorfinas y de las experiencias vividas a sus lomos.

      A final de curso 2004 empecé a pedalear llaneando y a subir con la mochila de travesía a dormir en El Topero, para que la rodilla se fuera acostumbrando a portear. ¿Lo haría alguna vez?

     A principios de julio, en la playa nudista de Canet, reflejándome en los ojos negros que había conocido en mi primer viaje con Camino, me salió espontáneamente lo que durante tiempo había sido incapaz de confesarme: “Tenía miedo de sentir euforia, por si acaso volvía a perderla”. Al día siguiente me atreví, por fin, a pedalear por la Sierra Madre Calderona. Subí a Gátova, buscando la desnudez de Las Navas, tan rigurosa en invierno como en pleno verano. Aunque, por muchos que fueran los ánimos, un año y medio sin encarar una rampa ¡ya lo creo que picaba!

     Una semana después volví a pisar el Pirineo. El primer 3000 que subí fue el Monte Perdido (mi perrito tenía dos meses y se llamaría así)


En agosto emprendí un largo periplo por las rutas más llanas de Castilla, con Camino en el maletero de la ranchera. Acabamos pasando unos días en Muñana, donde conocí a Perdido, “Hijo del Camino”. Deseé haber llegado al pueblo pedaleando con las alforjas, ser la ciclista delgadísima y fuerte (no sólo en lo físico) de veranos atrás. Cinco años después, más fuerte que nunca y ligera de peso, pernoctaría en Ávila durante mi viaje a Finisterre; pero no me desvié unos pocos kilómetros para cumplir mi deseo: venía, como Don Quijote, atravesando La Mancha, sobrada... de irrealidad.



    Septiembre de 2004: Otra "vuelta al cole". Mi Compañero del Alma me propuso inicarse en la BTT conmigo si retomaba mis salidas semanales por La Calderona. Quizá sin este compromiso no lo habría hecho nunca o habría tardado mucho más en atreverme. Los dos nos habíamos marchado de Llíria, así que quedábamos en el punto de inicio los viernes a media mañana, recién concluida la semana laboral. "¡El momento más feliz de la semana!", exclamó un día, mientras descargaba la bici del maletero. Lo repito muchas veces al hacer ese gesto. La "Penya El Dinaret" salía tarde, rodaba unos 20 km y luego comía en el Monte las viandas que, una semana él, otra yo, habíamos cocinado. Poco a poco se introdujeron el hornillo, el vino, la siesta...



     En enero de 2005 volví a rodar sola, después de una recaída de la rodilla en nuestro viaje navideño de esquí, que remató la renuncia al Aconcagua. Fue una de las situaciones más críticas de mi Vida. No sé de dónde saqué fuerzas y cordura para superarla. Camino siempre estuvo en el horizonte, y el deseo de volver a trabajar en un sitio con vistas a la Sierra Madre.

     Dos meses después, aligerada de pesares, alimentada de amigos (también esto se repite), subía el puerto de La Cueva Santa, como una ceremonia de acción de gracias.

     En mayo terminaba mi primera Maratoimitja (¡del reposo a los 65 km a pie en tres meses: lo que hace mantener sano el cuerpo y el alma despejada!)

     Aquel verano, dos años y medio después de la lesión, fue "un verano como los de antes", de esos que empiezan el 1 de julio y acaban el 31 de agosto. Sin proponérmelo, se sucedieron en él los lugares que más había recordado: volví a ver Les Agulles d'Amitges,



 subí por segunda vez al Aneto,




 hice el Voluntariado Ambiental en La Calderona, acompañada por Perdido.

 














Rematamos el 31 de agosto en Muñana, de donde quizá ya nunca supe volver a la ciudad. En aquel último viaje, vi por primera vez las marcas del Camino de Levante (desconocido entonces), que acabaría ciclando cuatro años después.

     En agosto de 2005 colgué las alforjas después de tres veranos. No elegí un Camino fácil. No lo elegí. El Botánico iba a Blimea y el organizador me propuso que le ayudara a conducir, aprovechando para llevar a Camino en coche hasta el inicio de la ruta. Partí de Oviedo con destino a Santiago, rogando llegar con fuerzas suficientes para continuar hasta Finisterre, donde el chico moreno de ojos negros que había conocido en Melide vendría a recogerme. Él conocía el Camino y me iba indicando cada noche los obstáculos que encontraría al día siguiente. Volví a pensar lo hermoso que habría sido conocerle poco a poco mientras andaba. En experiencias así, es como más disfruto de conocer a la personas, como establezco lazos sólidos. Pero los trenes que no cogimos nunca vuelven a pasar. Por el contrario, extrañaba tener que hablar por teléfono (era mi primer viaje con móvil: el primer año que mi madre pasaba sola) No me gusta estar “localizable” ni “comunicada” mientras viajo; para eso viajo, para estar del todo “allí”, en las circunstancias y las compañías que ello conlleve. ¡Ay, qué carácter!

     El Primitivo es un Camino más apropiado para andarlo que para rodar. No obstante, a pesar de lo que tuve que arrastrar y de que mi forma física no era todavía la que luego fue, aquellas semanas dormí unas de las noches más plácidas de mi Vida y escribí uno de mis mejores cuadernos.




Llegué a Finisterre antes de lo acordado. Decidí continuar hacia Muxía,

donde me entretuve haciendo rutas por la Costa da Morte; escribiendo por las tardes en el faro; acicalando mi atuendo, mi piel, mi pelo, tanto como era posible en las instalaciones del polideportivo... La última tarde esperé en el puerto, dejando fluir mis letras por el difícil Camino andado; regodeándome en la satisfacción de haber afrontado como debía los momentos difíciles y haberlos superado: la lesión, el abandono, el miedo a la recaída, la vuelta a la forma, alejarme de mi Compañero del Alma (¡nunca una separación me ha costado tanto!)... Aquel verano, mi bici Camino, el bienestar que sentía, fueron un merecido premio a la coherencia.

     Cuando él llegó, proseguimos el viaje en furgoneta, durmiendo en playas todavía salvajes.



     En Camelle, en la casita del alemán que andaba desnudo y murió de pena cuando el chapapote anegó la tierra que amaba, dejamos juntos las banderas budistas que él me trajo un año antes, cuando viajar en bicicleta era todavía impensable. Las tuve colgadas en el salón del Ático, las había subido al Perdido, las había llevado en mi primera invernal, en mis pedaladas por la Sierra Madre Calderona, pero hasta entonces no había encontrado el momento ni el lugar de desprenderme de ellas: habían rezado conmigo para que aquella plenitud se cumpliera.
     Vimos atardecer en el Cabo Vilán, ¡qué inmensidad! Lugares, instantes maravillosos... Pero hacía mucho que había pasado aquel tren.


     En enero de 2006 mi Vida discurría en la paz y el regocijo de haber enfrentado con éxito las tareas más arduas. Conseguí volver a trabajar a los pies de la Calderona, rodaba con Camino cuanto quería, me había comprado un billete para el Kilimanjaro, preparaba mi segunda Maratoimitja... La superación me hizo creerme invulnerable. Olvidé el miedo y el rencor. Creí que no pasaría nada, que tenía fuerzas de sobra, Vida de sobra para retroceder cuando decidiera y empezar por otro lado... Me interné, como quien no quiere la cosa, como quien se extravía jugando (¡yo, que siempre he sido tan seria!) por el Camino a Ninguna Parte.

     Primaveras después, en otra de esas maravillosas rachas que tanto cuesta fabricar, no supe esquivar esa misma situación, en la que se nos escapa la Vida a raudales.  Fue la última primavera que pasé con salud. Meses más tarde tampoco identificaría las circunstancias que desencadenaron mi segunda lesión, muy similares a las que acarrearon la primera. Ocho años después sabía con amargura que no me sobraba Vida y sentí apuradas mis fuerzas.

     Dicen que “la letra con sangre entra”. Yo -que no justifico ningún sufrimiento- espero haber aprendido bien la lección, para que me perdonen, como yo me he perdonado, y se regeneren mis músculos y mis tendones, mi flora intestinal y mi ilusión y mi capacidad de amar... Para volver a pedalear en “un verano como los de antes”.

 
La vida siempre te ofrece otra oportunidad; una manera de empezar de nuevo y limpiar el pasado.”

(Walter Riso, ¿Amar o depender?)

Estaba escrito en mi pizarra aquella última primavera.


2 comentarios:

  1. Hola Pilar!

    És una passada recordar moment tan bonics i, sobretot, enrriquidor de noves experiències i llocs.

    Seguiré endavant, llegint com passen els anys i sempre feliç i contenta!

    Besets!

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  2. Ai, que puguen passar així! Ojalà puguera estar sempre tan contenta com en eixos moments que compartim per dalt les Muntanyes!

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