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lunes, 29 de agosto de 2011

MIS JUEVES Y MISJUEVES: (I) Un retazo de infancia (Jueves 11/8/2011)

Mariola, agosto 1982


          “Cuando esté mejor me traeré la bici y buscaré la casa donde vine de campamento desde los 10 a los 13 años” -le dije a Jordi, mi fisioterapeuta- a principios de junio. Estaba cerca del Preventorio y debía de tener algo que ver con la iglesia, pues venía a visitarnos a veces el cura que lo regentaba, que era amigo del de mi pueblo. Don Cirilo, se llamaba (un personaje muy popular en Alcoy, me entero). Fui desenterrando recuerdos y nombres olvidados a medida que charlábamos. Aunque Jordi me dio toda clase de detalles sobre la zona, me parecía dificilísimo llegar allí, con tantos dolores instalados hacía meses en la parte derecha de mi cuerpo y los ataques de ansiedad que las últimas semanas habían venido a culminar el desacato de mi psique. Intentaba aferrarme a cualquier conato de lo que un día fueron mi “hipermotivación” y mi férrea voluntad.
          La segunda semana de agosto Camino me acompaña en mi noveno viaje a Alcoy. A principios de mes había vuelto a rodar regularmente, apenas una hora y cuarto, hora y media. Buscar en el paisaje o en los valores culturales de una zona el aliciente que no puedo obtener del esfuerzo físico, me ayuda a vencer la pereza de disfrazarse de ciclista pa total na. En este caso es un reto a la capacidad de orientación y a la memoria: ¿encontraré la casa?, ¿reconoceré los lugares?, ¿será algo como vagamente recordaba?
          Como de costumbre, pese a las indicaciones del fisio, me cuesta más encontrar el punto de inicio que orientarme en la Montaña. En cuanto bajo del coche mi percepción del espacio se activa. Atravieso Alcoy por la N-340 en dirección Alicante; siguiendo indicaciones a Banyeres de Mariola, encontramos el desvío al Preventorio. Son 3 km de un bonito mini-puerto de montaña. Aparco junto a una fuente pasado el sanatorio. Es un buen punto de partida para realizar varias rutas, tanto en bici (sería preferible salir de abajo) como a pie; pasan por allí varios senderos balizados, hay agua, tranquilas áreas recreativas, bar y piscina.

          Si algo bueno tiene hacer rutas cortas en solitario, es que puedes preparar la bici con parsimonia y todavía te sobrará mañana. Aun así no activo el GPS hasta 4 ó 5 km después. Falta de costumbre (cuando a principios de junio me puse el pulsómetro para correr ¡20' después de tres meses y medio! y me di cuenta de que no recordaba cómo funcionaba, me eché a llorar) De todos modos el track -como ahora se verá- carecería de interés para alguien que no hubiese veraneado allí en su infancia)
          Salgo por la carretera en la dirección por donde he llegado. Paso junto al Preventorio, donde alguna tarde nos llevaban de visita; me parece que entonces había huérfanos, aunque no recuerdo haber conocido a ningún niño; ahora es un “centro de respiro de enfermos de Alzheimer”. Atravieso la cantina, con sus mesitas a la fresca al otro lado de la carretera. Un poco más allá están las piscinas donde íbamos cada mañana a bañarnos (cada mañana excepto la que tocaba subir a la cruz). Son unas balsas pintadas de azul. El agua estaba congelada. Era la parte del día que más nos gustaba, junto con los juegos de la noche. Caminábamos en fila de dos o tres, cantando o charlando, vestidas (el último año dejaron venir también a los chicos) a la moda de colocarse la toalla de turbante (la misma toalla de “La Gallina Turuleta” que he llevado este año de viaje)
          Un poco más adelante hay un cartel que indica “Casa de espiritualidad y albergue Baradello de Moya”. Debe de ser la casa. ¡Ya! Es asombroso cómo se acortan las distancias con la edad; creía recordar que tardábamos un buen rato en caminar desde la casa a la piscina ¡y no habrá más de 5'! Giro a la derecha en la dirección que señala el rótulo. Al verla no me cabe ninguna duda. ¡Es la casa de colonias! Hago una foto desde la verja: es propiedad privada. Pedalada a pedalada no puedo evitar entrar; pienso cómo explicaré toda esta historia si me interpelan. Pero no aparece nadie y avanzo fotografiando cada rincón de la memoria: el patio de atrás, que usábamos sólo de vez en cuando, por eso era especial; las mesas de piedra junto a la puerta y las duchas de fuera, donde a veces desayunábamos y se celebraban las veladas, las ventanas de nuestra habitación...

          Pasaba todo el curso deseando que llegaran aquellas fechas. Con mis notas ni mis amigos ni mis profesores dudaban de que me dejaran ir. No obstante, yo era siempre la última en traer la respuesta de casa. Apuraba hasta la última noche antes de atreverme a preguntar. Era la que más temprano debía retirarse de los juegos de la calle, no me dejaron ver la tele hasta que llegué a COU, cumplí sobradamente la mayoría de edad antes de poder viajar con mis amigos... Relacionado con los estudios nunca me negaron nada; con mis profesores pude siempre ir a cualquier parte. Pero yo no comprendía sus valores (ni los he compartido después a pesar del adoctrinamiento) y pensaba que aquellas normas absurdas eran para fastidiarme, así que me cuidaba de encerrar bajo siete llaves mis ilusiones y mis sentimientos. Las excursiones del colegio, aquellos días fuera con los amigos, eran mi tesoro más preciado.
          Décadas después, cuando descubrí las travesías de Montaña y el senderismo (¡yo ni habría imaginado estas aficiones si mi hermanito no me las hubiese mostrado!), me pareció que el destino me resarcía con creces, brindándome la oportunidad de “Vivir de excursión”, sin miedo, sin límites -pensaba-, sin tener que dar explicaciones.

          Salgo del terreno de la casa y regreso a la carretera. Sigo rodando en la dirección que llevaba, hasta el segundo cruce asfaltado (el primero es propiedad privada) que sale a la derecha. Giro y asciendo un puertecillo, desde cuyo collado se divisa un hermoso trazado para la flaca. En el ascenso la luminosidad del día sobre los campos dorados, me ha hecho sentir por unos instantes atravesando Castilla en uno de mis largos viajes. “Nada tiene que envidiarles el día de hoy” -me digo-, ¡lástima que no pueda sudarlo más! ¿Por qué necesito ese esfuerzo? ¿Será algún pensamiento erróneo, tortuoso, echarlo tanto de menos? ¡O es simplemente que me sentaba tan bien!

          En el collado sale a la derecha una pista de tierra ascendente. Pongo el plato pequeño. Unos adolescentes que están reparando un quad me advierten: “¡Que ahora va todo p'arriba!”. “Ya -sonrío- tiene toda la pinta”. Aprieto los dientes para no derrapar en una pendiente que ronda el 20%. ¡Cuánto tiempo! No tengo problemas en coronarla, pero me “pican” las piernas, a lo cual no estaba acostumbrada.
          Si mi punto débil fueron siempre las bajadas, ahora con el miedo, la falta de forma y de práctica, la destreza ha empeorado. Viene una de tierra suelta; freno a tope instintivamente, a sabiendas de que eso es precisamente lo que me hará patinar. Me voy a tener que bajar de la bici hasta por pista -no sé si reír o desmoralizarme-, ¡cómo puedo estar pensando en volver a la peña! Me mantengo sobre la bicicleta, aunque voy más lenta que si corriera. Entonces aparecen en el camino un lugareño y un perrito. “¿Has subido por allí detrás? ¿Pero... encima de la bicicleta?”. Los comentarios me animan.
          El circuito por tierra tiene poco más de 5 km. Es un itinerario de observación de aves. Desemboca más abajo en la carreterita por la que llegué al collado. Vuelvo a la principal. Bajo un trozo de puerto y lo vuelvo a subir. Cojo marcas del GR7 que salen a mi derecha; practico algún trocito de senda. Doy media vuelta y otra vez a la carretera. Pruebo otro camino a la derecha que va a parar al Preventorio. Llevo 1h20' de rodaje y ya no se me ocurre qué hacer; para sacar una buena ruta en bici hay que subir desde el pueblo.
          Regreso al coche un poco despagada por lo corta que ha resultado la salida. Debo acostumbrarme a que sea bonito también así, a no volver siempre pasada de horas y kilómetros, a celebrar los descansos. ¡Es que me encantan las largas distancias, y subir! ¡Qué le vamos a hacer, seré rarita!
          Por la tarde el fisio me dice que debo ir aumentando el volumen de bicicleta.
          Mis "excursiones" a Alcoy han cambiado mucho respecto a principios del verano. Venía directamente desde el trabajo, sin comer ni descansar, luchando internamente entre la esperanza y el escepticismo de llevar tres meses de tratamientos infructuosos a las espaldas (al culito, mejor dicho)... Cada viaje me pasaba una: una semana me robaron la cartera; al darme cuenta frente al portal, lloré y grité a la vista del vecindario como una loca. La siguiente me salté la salida de la autovía (¡y no será porque no la conozco!) y continué hacia Albacete, siguiendo los hitos que me orientaron hace dos años en mi travesía de la Península en bicicleta. Aquel día la recepcionista me preguntó si no tenía nadie que me acompañara. Confieso que durante un buen trecho de aquel regreso me acordé mi ex-pareja, de las rutas que hacíamos por los pueblos viendo tiendas, como pretexto para guardar la debida jornada de reposo previa a las carreras... Alcoy tenía buena pinta; pero yo sólo era capaz de volver a meterme en el coche. ¡Y ya era!
          “Un día de estos tengo que subir corriendo a la cruz”, le digo a Jordi.


viernes, 19 de agosto de 2011

MI BICI CAMINO: Bautizo

El primer Camino (todavía agosto de 2001)

     Había cenado con mis amigas antes de marcharme a Extremadura. Era mi primer curso con vacaciones y sueldo de profesora, así que todos esperaban que hiciera el viaje de mi Vida, y quizá lo acabé haciendo aquel verano. Cuando les conté que me había comprado una bici y me iba a Portugal con un chico al que conocía hacía ¡sólo 6 meses!, se quedaron un poco despagados por lo poco exótico del destino, pero más sorprendidos que si les hubiese comunicado que me iba a la Luna.

     Era 11 de agosto y ya estaba de vuelta en casa, con un cabreo como hacía lustros que no recordaba; era lo último que esperaba que me pasara en un año de tranquilidad y entusiasmo como el que había seguido al aprobado de la oposición. Al cerrar tras de mí la puerta de casa, con todos los trastos desparramados en el pasillo, sentí miedo y rabia. Miré con incredulidad la bici azul: ¿Qué hago ahora contigo?

Eunate. La primera foto de Camino. ¡No me canso!

     La respuesta se fue perfilando en las horas siguientes. Era sábado por la tarde: hasta el lunes no podría comprar lo que necesitaba. Metí unas latas de cerveza en la mochila y pedaleé para encontrarme con mis amigos del alma (Kike y Alex) Pasó el domingo en poner lavadoras, secar ropa y volverla a empaquetar. El lunes a primera hora compré un cuentakilómetros, unas alforjas (las más pequeñas, con lo “trastera” que soy seguro que llenaba las que fueran hasta los topes, y no estaba segura de poderlas acarrerar) y un billete para Pamplona en el autobús de esa misma noche. Me iba al Camino de Santiago. Lo había andado años antes; era un trayecto conocido: podría arrastrar la bici, y transitado: si se me rompía algo, tarde o temprano pasaría alguien. No cogí saco de dormir ni forro polar ni guía, pues no acababa de ver claro que pudiese pedalear con peso. La primera noche tuve que comprarme un jersey de lana ecuatoriano en una feria, con el que dormía dentro de la funda de vivac. El resto de la indumentaria era también escueto y poco apropiado: las zapatillas del gimnasio (que usé los 5000 primeros kilómetros), un chubasquero de mi padre, dos camisetas de algodón y un culotte de hipermercado con la esponja al vivo.

Hospital de Órbigo, defendiendo el paso como Don Suero de Quiñones

     “Algún día sufriré una conmoción lo suficientemente fuerte como para ir a buscar lo que sueño (no lo fue la oposición ni la muerte de Esperanza ni la de Laika... ¿Podrá serlo el regreso de Santiago si llego?) Libreta nº 28, estación de autobuses de Valencia, 13-8-2001

     A las 6 de la madrugada Camino, que todavía no se llamaba Camino y no era más que una bici azul, y yo desembarcamos en Pamplona. Había que esperar 12 horas para coger el autobús que enlazaba a Roncesvalles, no te aseguraban que hubiese espacio para la bicicleta, así que decidí empezar a pedalear desde allí mismo. Saqué las instrucciones del cuentakilómetros y me puse manos a la obra; un hombre que iba a comprar el pan me preguntó si me pasaba algo; enfurruñada le contesté que no, qué me iba a pasar; volvió un buen rato más tarde, con el pan, la prensa y algún café, me morí de vergüenza por no haber logrado colocar todavía el cacharrito ni las alforjas, agaché la cabeza y persistí.
     En la primera etapa... “Cadena trencada, pluja, fang, carretera... -le escribía a mi hermano- He arribat a Los Arcos (78 km) M'he comprat un jersei. Ja vorem les alforges! Si altra cosa no, d'estos dies aprén un a estimar-se el cos, a voler ser fort, a voler”.
     A partir del segundo día empecé a coincidir con gente. Nos reuníamos los mismos casi todas las noches, aunque me negaba a pedalear con ellos: yo no era ciclista, temía forzar para seguirles y quemarme, ni siquiera esperaba poder llegar en la misma fecha. Si tardaban horas en verme, todo el mundo se preocupaba por “la de las trenzas” -fue la primera vez que me llamaron así-, pues era la única mujer que iba sola en bicicleta. Madrugaba más que ellos y pedaleaba todo el día a mi ritmo, complaciéndome en partir la etapa con la hora feliz de la siesta allí donde cayera. Con el paso de los días fui acabando las etapas la primera, incluso algún día me escapé en solitario y adelanté kilómetros respecto a las marcadas por la guía que seguíamos la mayoría (la de Juanjo Alonso, por entonces no había otra específica para bicis, y ésta carecía de perfiles, rutómetro, desniveles acumulados...) Las últimas jornadas acepté rodar con una pareja vasca. De Álvaro aprendí a bajar (su novia tenía miedo de seguirle; yo todavía no sabía lo que era lesionarse y me dejaba llevar); de Eurídice (éramos las únicas chicas ciclistas), que no hay que ponerse ropa interior debajo del culotte (yo llevaba hasta salvaslip porque pensaba que cuantas más capas, más amortiguación)

O Cebreiro, el grupo de los ciclistas (faltan 2, las niñas son prestadas)

     Así fueron pasando los kilómetros y los días, que haciendo deporte en la Montaña siempre parece que duren mucho más de veinticuatro horas. El mundo de la bicicleta era nuevo para mí: las distancias, la percepción del paisaje, la máquina, las sensaciones sobre ella... A medida que fue cautivándome, dejé atrás el resquemor con el que había salido de casa, los recuerdos se me cruzaban en el entrecejo fugazmente cada vez más espaciados. Así llegó la etapa más veces jamás contada...

     “Jueves 23 de agosto de 2001. Portomarín-Arca/Pedrouzo. 82 km (por donde dios quiso y con parada en Melide)” Florecilla pegada al margen de la libreta.
Con el más mínimo error en los trazados del Destino, con un billete de menos en el autobús de las once o unos kilómetros de más en el trazado milenario, con una niebla más densa aquella mañana o sin la llovizna que nos retrasó...”
     Me lo habían advertido mis compañeros: en aquella zona los ciclistas ya no podíamos salir tan temprano como a mí -acostumbrada a los madrugones de las ascensiones largas- me gustaba; al amanecer había niebla espesa y la salida de Portomarín, por carretera, era peligrosa. Hice oídos sordos a sus consejos: aquel día pasábamos frente a la pulpería de Melide y quería llegar con tiempo de comer allí. Efectivamente, subiendo el puerto casi a ciegas, se me pusieron en la garganta los c... que no tengo. Me acordé de mis compañeros, que se habían quedado durmiendo un rato más, pero no me detuve. Había empezado a chispear: me enfurruñé pensando que la lluvia me retrasaría.
     A la hora del almuerzo ya estaba allí, revestida de grasa, empapada y temblando de frío. Un chico moreno con el pelo largo intentó ayudarme a apoyar la bici. Mi bici es mía y la aparco yo, tanta amabilidad total luego pa qué -algo así debí pensar, mientras dejaba la bici donde a mí me daba la gana. Años después bromeamos sobre el incidente: él sí supo desde el primer momento que tengo un genio fuerte. Pedí un plato de pulpo y una jarrita de ribeiro para mí sola (tradición que he mantenido al final de todos mis Caminos), y me senté en la terraza a reparar mi boligrafito para escribir mientras llegaban los demás.
     No sé cómo, el desconocido se sentó frente a mí, no sé cómo consiguió que dejara lo que estaba haciendo y me pusiera a charlar, no sé cómo pasaron las horas... Se unieron los caminantes que iban con él. Cuando a mediodía empezaron a llegar los ciclistas, yo iba ya por la segunda ronda y probablemente no deseaba marcharme nunca de allí.

     … Pero las etapas eran las etapas. El chico moreno con el pelo largo, delgadísimo, intentó convencerme para que hiciera las mismas jornadas que les quedaban a ellos a pie, para que me quedara aunque fuese a dormir aquella noche (¡total ya llevaba rodados más de 50 km!) Me quedaban vacaciones de sobra para permitírmelo, pero las etapas eran las etapas, al día siguiente quería entrar tempranito en la ciudad (cuántas veces me he preguntado pa qué) Sin mucha convicción en que yo pondría algo de mi parte, me anotó sus datos en una libreta (entonces me enteré de que existía el correo electrónico), y quedamos en vernos en Santiago. Así que dejé atrás a caminantes y ciclistas, y salí de Melide al atardecer, un poco achispada de ribeiro y euforia. Camino empezaba a llamarse Camino.

     “No sé por qué nunca he tenido esa suerte de saber coger al vuelo los momentos irrepetibles. Pienso que es por el Camino donde pueden pasarme todas las cosas”. (Santiago, 24 agosto 2001)

Plaza de las Platerías. Aquel año sí recogí la compostela

     Decidí quedarme las tres noches que se le permitían al peregrino en el Seminario Menor. No me apetecía regresar a Valencia. Callejeé a mi antojo; busqué sin éxito un facsímil del Codice Calixtinus; me compré un vestido y ropa interior en las rebajas, pues lo que llevaba estaba demasiado sucio incluso después de lavarlo; se me antojaron unos pendientes azules, que perdí descorazonadoramente pocos meses después (ahora cada vez que acabo un Camino compro dos o tres pares); fueron llegando los otros ciclistas, tomamos algo para despedirnos; compré empanada y fui al parque de Rosalía a consultar a Valle. La última tarde me senté a escribir en la Plaza del Obradoiro esperando la puesta de sol.
     “No estás en las calles, que siempre te deparan sorpresas como mil liebres que no quieres cazar. En cambio, no aciertas en qué esquina debes pararte a esperar tu destino... Pero a veces me equivoco de esquina. Y es por allí por donde pasa la liebre”.
     De pronto me levanté para seguir andando sin saber a dónde. Al doblar la esquina hacia Las Platerías, tropecé con el chico moreno de pelo largo, delgadísimo, que había conocido en Melide. Acababan de llegar, iban de compras para preparar la cena. Me invitaron.
    
     Despertamos abrazados en el ala del Seminario Menor desde cuya ventana se veía la ciudad iluminada a la otra parte del río. Todavía no había amanecido. Decidí acompañarles andando la primera etapa hacia Finisterre. Candé a Camino en el cuarto de las bicis (nunca he vuelto a separarme tanto de ella en un viaje; luego supe que de allí han robado unas cuantas) y metí lo imprescindible en una mochilita de plástico que llevaba como complemento a las alforjas. Antes de salir, intentó convencerme de que fuéramos a la estación de autobuses, cambiara el billete de regreso -que tenía para esa misma tarde- y caminara con él hasta el Fin del Mundo. Me habló de los pueblos, de los albergues, de la puesta de sol, de dormir y ver amanecer en la playa... Había hecho muchas veces el Camino -dos de ellas con su perrita, la madre del mío-, lo recordaba con placer y precisión. Pero las etapas eran las etapas; les acompañaría sólo hasta Negreira; por la tarde regresaría a Santiago y cogería el autobús de Valencia a la hora prevista. ¡Ya había tenido bastante exotismo aquel verano!
     ¡Qué sobrados y soberbios vamos a veces! ¡Cuánto y con cuánta sangre tardamos en aprender que la Vida se parece más a una estación de tren, que hay que coger cuando pasa, que a una parada de taxi, que viene cuando tú lo llamas! Aquel invierno habría de soñar hasta dolerme la puesta de sol que no quise ver; sudé ausencia imaginando cada uno de los días que nunca viviría (tres etapas desde Melide y otras tres hasta Finisterre, ¡una semana con sus noches!) Aunque algunos trenes vuelvan a pasar, no nos subimos ya en el mismo vagón.
     Esperó conmigo en la esquina donde paraba “el autobús de Nunca Jamás”. Le prometí que a partir de entonces sería amable con la gente que me cruzara en los caminos. La mayor parte de las casi 24 horas que dura el retorno, traté de dormir para no llorar, y a la vez quería estar despierta, para gozar todavía desde cerca lo que había vivido en aquel Camino. Mi bici ya se llamaba así, porque fue el primer viaje que hicimos juntas; porque salgas como salgas de casa, siempre acabas haciendo tu Camino; porque entonces supe que, me pasara lo que me pasara en la Vida, la Divina Providencia siempre me saldría al quite en los Caminos (de Santiago o no); todo podría superarlo y sería feliz mientras pudiera estar en el Mundo de aquella manera. En parte es por eso por lo que sufro tanto cuando no puedo hacerlo (sólo las lesiones me han impedido rodar, ni siquiera otras enfermedades)


A Ponte Maceira, “el lugar donde pudo haber estado el Paraíso”

     Camino y yo hemos llegado seis veces a Santiago, por itinerarios diferentes; cinco en solitario; cuatro de ellas hemos continuado a Finisterre. Todos los hitos de aquella etapa que anduve hace diez años siguen ahí, aunque algunos muy cambiados, como yo quizá. En el que por ahora es mi último Camino, hace dos años, crucé tres veces A Ponte Maceira, porque cuando llegué al albergue de Negreira me di cuenta de que había perdido mi maillot nuevo de la peña y retrocedí por él casi hasta Santiago. “¡Sí que vas a ver esta vez el Paraíso!”, intentaba bromear, pues el despiste podía costarme el agotamiento a pocos kilómetros de culminar el largo viaje que había empezado en la puerta de mi casa. Lo acabé. En aquel regreso no pude pegar ojo, ¡me sentía muchísimo más feliz que el día que me había sentido la mujer más feliz de la Tierra!
     Cuando uno descubre que estaba equivocado en momentos en los que se sintió tan confiado, tan lúcido, que su percepción era tan ajena a la realidad si existe (como entonces o como cuando por una serie de circunstancias y decisiones erradas conviertes -o se convierte, empecemos a perdonar- tu mejor temporada en una tortuosa lesión), es algo más que la decepción, la separación o la tendinitis lo que hay que superar; es una especie de crisis de identidad, de valores, en la que hasta la persona más firme se tambalea: si me equivoqué cuando me creía tan cierta, ¿cómo podré estar segura de nada, de mí? ¿Cuándo? Pero ése es otro Camino.

miércoles, 10 de agosto de 2011

LO QUE POR ENTONCES ESCRIBÍA...




L’ estiu groc
Com el color que més t’agrada.
Com els cabells dels meus camps de blat.

“Va ser en aquella situació,
en què un és feliç com en els
llimbs, on res no és dolor,
ni angúnia, ni pressa...”

(Isabel-Clara Simó, Ídols)


Valencia de Alcántara, Divendres 10-8-2001

No sé què passa.
Ni sé qué passaria
si no passara.”
(Isidre Martínez i Marzo, Sense mi)


I
Ja no passa res.
Només el temps.

II
El paisatge era preciós.
Jo anava plorant-lo.

III
He regalat el meu nom.
I el nom dels meus somnis.
I el dels amics.
Això és el que més em dol.

IV
Tota la nit va vetlar la pena,
esperant que es morira.

V
Calla,
per a que es faça de dia.

VI.- SAMURAI
Per a concloure l’àpat,
el glop més amarg.

(VII)
Amb la dolçor als llavis
li havien demanat que es sacrificara.

(VIII)
Va llençar l’espasa
als peus del botxí.

IX
M’han negat més vegades que a Jesús.
Per desgràcia, jo seguisc alenant.

(X)
Fins i tot els éssers més absurds
i els més cruels,
amb les urpes i amb les dents
lluiten per la supervivència.

XI
Conserva la ràbia
per a guarir les ferides.
La fel encobrirà
la remor de la sang.

XII
Podríeu haver somniat més alt i més blau.
Podríeu haver somniat fins a la mort.
De la teua vida, en canvi, què esperes?

XIII
Creia que ell era diferent: una virtut.
Qui és diferent sóc jo: un defecte.

XIV
Dues hores de viatge ens quedaven.
276 kilòmetres de veure’ns.
Al fons d’unes ulleres de sol els plorava.

XV
En tornar,
els carrers d’una ciutat mutilada,
els cantons de la pena.

XVI
Des que tu dius adéu
fins que tanques la porta
transcorren tots els esglaons
de la humiliació.

XVII
Ara sé que el camí a la Infelicitat
pot ser preciós.

XVIII
Res tenies a les mans.
Res téns.
Només ha passat el temps.

 
Valencia, primavera 2002

          No quería pedalear más. La bicicleta llegó con él y todavía no había arraigado en mí. Seguiríamos andando: caminar es como mirarme el alma en un espejo. Además, me permitiría tener una mano libre para el bolígrafo.
          Guiaba a paso ligero sin mapas y sin brújula. Cada cierto tiempo él me preguntaba dónde estábamos, adónde íbamos -¡con tanta facilidad se sentía perdido!-; cínicamente le contestaba: “No lo sé. Es la primera vez que paso por aquí”.
          Me era imposible comunicarme. Ni podía ahogar un llanto que duró tantas horas como no recordaba desde la última vez que me castigaron a no ver a mis amigos. No tenía bastantes ojos para la decepción, y empecé a anotar frases dispersas en el dorso de mi mano, en las palmas, en los brazos... Las heridas manaban tinta en lugar de sangre.
          Hasta que me venció el sueño de la noche pasada en vilo. Nos sentamos en un prado, cada uno a la sombra de un árbol distante. Acercarse a mí resultaba peligroso. Le escribí a mi hermano unos renglones que nunca le he enviado. Cuando desperté, decidí regresar, bajo un sol que emborrachaba.
          Era pleno mediodía cuando vi la bicicleta atada al poste. Eché a correr y le di un beso. Él me preguntó más tarde por qué. No se lo dije: había pasado el instinto de generar más dolor: “Porque es mía, porque es lo único aquí que no extraño”.
          Hoy salir mi bici y yo es una de las actividades que más satisfacción me producen. Las líneas de mis brazos son las que acabáis de leer.



sábado, 6 de agosto de 2011

MI BICI CAMINO: Preliminares

 Primera aproximación a Portugal (agosto 2001)

 

     Llevábamos unas cuantas semanas haciendo “mini-travesías”, es decir, internarnos en cualquier sierra cercana a casa con todo lo necesario para pasar unos días a la espalda. Mi compañero ni siquiera tenía la mochila adecuada, nunca había hecho algo así; a pesar de ello, y de que en pleno verano algún día se nos acabó el agua o tuvimos que dormir sobre los terruños de un campo de olivos (entonces yo apenas conocía nuestras sierras), nunca formuló queja alguna. Así que cuando me propuso que me comprara una bicicleta mejor (yo tenía el modelo más barato de hipermercado para circular por la ciudad y poco más) y nos fuéramos de viaje, acepté, como gesto de acercamiento a sus aficiones y costumbres que compensara el suyo a las mías. Estaba convencida de que subir Montañas -cualquier desnivel- encima de una bicicleta era un deporte reservado sólo a los físicos privilegiados, como mi hermanito o aquel nuevo amigo.
     Se ofreció a acompañarme a comprarla. Consciente de que el tiempo que me tomo en decidir una adquisición puede impacientar a la mayoría de los mortales, y puesto que en este caso no había suficiente confianza para ello, me propuse no postergar la elección más allá del horario comercial de aquel día: 2 de agosto de 2001. Después de recorridas todas las tiendas de la capital, preguntando el peso exacto de cada bicicleta (no es que pensara competir, les aclaraba a los vendedores, es que vivía -y vivo- en un cuarto sin ascensor), escuchando nombres y marcas de piezas que no identificaba, a la hora de la siesta, bajo un sauce llorón enfermo del lecho del río (al que bauticé “El árbol del destino”), después de un concienzudo balance de lo visto durante el día, le comuniqué a mi compañero mi resolución: “yo la quiero azul”. “Pues de las azules...” -seleccionó dos modelos; volvimos a la tienda donde estaban. La elegida fue una Otero de 27 velocidades, a la que hubo que cambiar los componentes de un cuadro rojo a otro azul.
     Pedaleamos hasta el Saler para probarla; fue mi primera puesta de sol sobre Camino. Al día siguiente viajábamos rumbo a Portugal (no sé por qué yo tenía curiosidad), con escala en Monfragüe (el lugar preferido de mi compañero). Allí hice mis primeras rutas (tres), sin querer llevar ni mirar el cuentakilómetros, para no saber cuánto sufrimiento me quedaba. En realidad no padecí tanto: el segundo día ya subía una rampa continua de 516m. de desnivel (la “Ruta Heidi”, desde el castañar de Hervás). Mi compañero se quedaba deliberadamente atrás y me iba indicando la posición que debía adoptar; cuando me acostumbrara a ella sería buena, auguraba. Al final de la jornada le hacía andar, porque estaba acostumbrada a percibir el paisaje a pie, sobre la bicicleta me parecía que no podía sentirlo. Cuando volvimos a pedalear juntos, años después, Camino cumplía 10.000 km, la mayoría de ellos en solitario, y fui yo quien le descubrió a mi compañero el inmenso placer de viajar en bicicleta. Hoy por hoy es la única persona con la que he recorrido a la par algunos Caminos (en bicicleta y en la Vida).
     Imaginaba el atardecer en Lisboa, pedaleando a orillas del Tajo. Luego subiríamos hasta Oporto para regresar por otra ruta. No pasamos de la frontera (Valencia de Alcántara). Entonces yo tenía una determinación inquebrantable para reconocer y darme la vuelta ante los Caminos escabrosos que no conducían a ninguna parte: virtud o defecto que quizá he tardado diez años en recuperar.

No llevaré ninguna imagen de aquí, me iré desnuda igual que nací...”
(Ana Belén, “Desde mi libertad”)
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