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sábado, 31 de agosto de 2013

OTRO VERANO CON AYLA: "LAS LLANURAS DEL TRÁNSITO"


Mi mejor amigo está leyendo El corazón helado a una velocidad vertiginosa; reconoce que le ha enganchado. Comentamos la novela con el placer de mis años de estudiante de Filología, cuando al volver al pueblo el fin de semana intercambiaba con él -que por entonces se estaba sacando el graduado- descubrimientos literarios. Disfruto de este renovado vínculo de complicidad, como el que establezco caminando o pedaleando junto a alguien, para mí más antiguo incluso que éstos. Le envidio el libro que tiene en las manos: ¡ojalá hubiese durado 1000 páginas más!, ¡ojalá no lo hubiese leído todavía!

Cuando cerré la contraportada de mi tercer libro de Almudena Grandes consecutivo, estaba entrando ya el verano: semanas de caos laboral propicias para lecturas llevaderas. Había previsto adelantar mi reencuentro anual con la saga de Auel para estas fechas. Ayla me ha acompañado a lo largo de estos cuatro años de salud titubeante y he terminado encariñándome con ella; sin embargo, después de haber conocido a Inés y a Galán, a Álvaro y a Raquel, después de más de 2000 páginas de fluida prosa profunda y magistral, no me motivaban en absoluto los amores entre Ayla y Jondalar, ni siquiera me incitaban los nuevos capítulos de Águila Roja. Suele pasarme lo mismo en la Vida: cuando uno la saboreó de verdad, no le alimentan los sucedáneos, y a veces acaba condenándose a pasar hambre y soledad.

Suelo, al terminar un libro que me marca, esperar unos días antes de empezar otro, como si le guardara el luto: echo de menos a los personajes y me lleva un tiempo acostumbrarme a que no estén, apetecer otra compañía. Mientras tanto, aprovecho para leer poesía, ensayo, relatos cortos... géneros que habitualmente abandono en pro de la novela, mi preferido. No obstante, ese lunes a mediodía finalicé El corazón helado y por la noche me reencontré con Ayla, deseosa de volver a sumergirme por muchas páginas en otro mundo ajeno a mi cuerpo.

Si repasáis las innumerables reseñas de Las Llanuras del Tránsito existentes en la red, nada podría decir que no haya sido opinado (vivimos en la era de la opinión, leía hace unos días en un periódico portugués), sólo puedo aportar un punto de vista más, el mío, y sin duda es más importante y placentero escribirlo para mí que para el lector conocerlo (¿el canal ha cambiado la focalización y la función de la Literatura como hace décadas apuntaban algunos autores sin poder imaginar el nacimiento de internet? Interesante cuestión para la Crítica)

Yo no encontré en el libro nada que no esperase, si acaso -como apuntan otros blogueros- menor interés de la trama que en los anteriores y más descripciones no funcionales.
Estamos ante una novela de viajes tradicional (repetición de secuencias conflicto-peripecias-resolución a lo largo del tiempo y el espacio; personajes planos...) moteada con tintes surrealistas (véase el episodio de “las lobas” entre otros), cercana a los albores medievales del género en algunos aspectos que hoy en día se consideran defectos: la trama carece de intriga hasta bien entrada en páginas; las descripciones son demasiadas, demasiado largas y evidentemente innecesarias (apuntado por la mayoría de los comentaristas); los personajes son tan buenos o tan malos como en el Poema de Mío Cid, y Ayla y Jondalar tan fuertes y heroicos como él (aunque también lo son Superman, Spiderman y otros “manes” modernos) En cuanto a las peripecias, Auel pretende crear unas expectativas cuya resolución defrauda, como las dificultades que se prevén al cruzar el glaciar, que quedan en poco más que en congelaciones equinas y un descenso en barca hinchable.


Otra cuestión que ya planteé en los albores de este blog es la de los anacronismos. Si bien la documentación de la autora sobre la Prehistoria parece rigurosa -por lo que afirman quienes de este tema saben más que yo, aunque algún amigo me ha apuntado fallos científicos-, resulta dudoso que se diesen en la época los sentimientos y las relaciones personales que Auel tan detalladamente refleja, entre ellas la sexual (que no ha pasado desapercibida en ninguna de las reseñas) Ayla y Jondalar echan unos polvos del siglo XXI más o menos cada 50 páginas al principio, más dilatadamente hacia el final, aunque ello no impide que la muchacha quede embarazada en el momento preciso, apesar de haber seguido tomando sus hierbas anticonceptivas. Unas (las prolíficas y perfectas escenas sexuales) y otro (el final con boda y embarazo, o al revés, que somos modernos) son ingredientes básicos de la subliteratura, con una función más comercial que literaria.

Debieron de ser personas como Ayla y Jondalar (inquietas, curiosas, de mentalidad abierta) quienes hicieron progresar la civilización; pero tampoco me parece verosímil el concepto de medicina que Ayla practica, basado en los mismos principios y procedimientos que la Ciencia moderna.

No esperaba, en fin, calidad literaria; no la tienen las novelas de la saga y de esta dicen que es la peor. No hace falta haber estudiado mucho para augurar que no pasará a la Historia de la Literatura, al menos si continúa con lo mismo. Sí lo hará Almudena Grandes, aunque no venderá tantos libros en toda su carrera como El Clan del Oso Cavernario ni acumulará, por tanto, una fortuna tan ingente como Auel. Cabría aquí reabrir la polémica sobre la literaturidad o la sacralización del arte (tediosos temas de 2º de carrera que sólo retomaría frente a una buena cerveza)

Sí encontré en Las Llanuras del Tránsito lo que humildemente buscaba: la complicidad de Ayla, un viaje a un mundo remoto, hasta que el verano llegara del todo y pudiera marcharme de veras. Les eché de menos al terminar. Envidié su largo periplo; siempre deseé conocer así a la persona que amaba: caminando largamente hacia el atardecer. Jondalar y Ayla, al fin y al cabo (anacronismo o no), han llegado a quererse como Inés y Galán, como Álvaro y Raquel, ya no conciben la Vida el uno sin el otro. Y se cuidan mutuamente.

lunes, 29 de julio de 2013

LOS LIBROS DE MI CABECERA: "El corazón helado". INVIERNO DE NOVELAS LARGAS: ALMUDENA GRANDES (III)


Nevaba la tarde que me instalé en Becerril de la Sierra para disfrutar con mi peña ciclista el viaje de final de temporada. Mi compañera de habitación todavía no había llegado, así que después de recorrer el pueblo me tumbé plácidamente con Inés y mi capitán Galán tras los cristales. ¡Lástima que estuviera descompuesta y ya llevara una semana a la dieta blanda que todavía arrastro, porque ésos son los pequeños momentos que uno guarda en el sagrario de su corazón como tesoros!

En las últimas páginas de Inés y la Alegría, Almudena Grandes explica que inicia con esta obra su ambicioso proyecto de englobarla, junto con otras cinco, en la colección titulada "Episodios de una Guerra Interminable", por analogía y homenaje a los "Episodios Nacionales" de Benito Pérez Galdós, que descubrió de niña en la biblioteca que su abuelo tenía en un pueblo de Guadarrama: Becerril de la Sierra. Nevaba, tras los cristales del cuarto caliente se perfilaba la silueta de las durísimas montañas que recorreríamos los días siguientes, las mismas que Almudena oteaba al levantar la vista de las líneas de Galdós, como yo la levantaba de vez en cuando de las suyas para ver caer los copos. ¡Pese a lo prosaica que se ha vuelto mi vida, estas casualidades todavía me emocionan, quizá por eso puedo seguir subiendo montañas!

Es en otro pueblo de la sierra madrileña (Torrelodones) donde arranca El corazón helado. Raquel y Álvaro se conocen allí, en el entierro del padre de éste. Un verano de su infancia, Álvaro se hirió la pierna pedaleando con sus amigos hasta la presa de Becerril, por la que los ciclistas de BTTMoncada pasábamos todos los días de regreso a nuestro merecido descanso.

La estructura externa de la novela se divide en tres capítulos: 1.- El corazón. 2.- El hielo. 3.- El corazón helado. Apenas dos lexemas sintetizan la evolución de los sentimientos de los personajes, que mudarán y harán avanzar la trama conforme Álvaro vaya logrando desvelar incógnitas sobre el pasado de su familia.

La estructura temática conjuga magistralmente procedimientos de dos subgéneros narrativos: por una parte, la novela políciaca  (cuya intriga se consigue proporcionando al lector los datos de la historia a lo largo del relato en el momento y la dosis justos, se invierte el orden cronológico empezando por el final: la muerte); además, se trata de una novela generacional -como Cien Años de Soledad-, que se remonta cuatro generaciones en la familia de Álvaro y en la de Raquel -siete abarcan los Buendía de García Márquez-. Almudena Grandes le dobla la extensión (929 páginas) y nada tiene que envidiarle en cuanto a la maestría de su prosa ni de su trabajo (lo digo yo, que he venerado desde los 15 años al nobel hispanoamericano)

Cuando abrí El corazón helado no dudaba ya de que me acabaría cautivando. A lo largo del invierno había recuperado mis preferencias juveniles por los “libros gordos” y la avidez por devorar la obra de mis autores favoritos. No obstante, al principio tropecé una vez más con el ritmo lento, con la utilización del diálogo (de conseguido realismo) como recurso narrativo, con el desconcierto que produce la alternancia entre las historias de unos y otros personajes a lo largo del tiempo y del espacio. Pero, como ya ocurrió en mis anteriores lecturas de la autora, nada de lo que se cuenta resultará gratuito, sino pequeñas piezas pulidas que irán encajando a la perfección en el ingente puzzle de la trama.

Aunque esta novela no se incluye en los “Episodios...” (es anterior, aunque yo la haya leído con posterioridad), es recurrente el trasfondo de la Guerra Civil y el exilio, que marcan el carácter y el destino de una generación y sus descendientes, y originan el conflicto entre las dos familias. Los comunistas -después de tres novelas lo daba ya por descontado- son una vez más “los buenos”, o al menos los más “buenos”.

El corazón helado es, como las que comenté anteriormente, una bellísima y profunda novela. Ahonda más si cabe en lo sublime y en las miserias del ser humano, que habitan en cada uno de nosotros como matrimonios bien avenidos, que a veces disputan y nos revuelven los intestinos, las ideas, los sentimientos... Si alguna calificación merecen los personajes y las historias de Almudena Grandes, es la de “humanas”, profundamente humanas.

La enigmática Raquel tardó en despertar mi simpatía, aunque pude entenderla después. Como me pasó con Inés y Galán, me enamoré del amor entre ella y Álvaro, aunque en este caso es un amor que hará sufrir al brotar, como los primeros dientes, aunque no podríamos crecer sin ellos. También esta relación se inicia con una fuerte atracción sexual. Confieso que no comprendo cómo pueden enamorarse si comparten poco más que la casa (la cama) de Raquel y la comida en algún restaurante (en mis sentimientos siempre han pesado más los días que las noches) El sexo les lleva conocerse y fructifica en amor. Como Inés y Galán, en pocos meses Álvaro y Raquel ya no conciben su vida separados, no pueden soportarla. Me enamoro del amor de Almudena Grandes, en el que el otro, la relación, es algo por lo que merece la pena luchar, como se lucha por un ideal, por la más noble de las ideas, incluso -sin traicionarse nunca a uno mismo- por encima de ellas.

Me enamoro del amor de Álvaro, que pelea hasta la extenuación para continuar su vida junto a Raquel. Álvaro deja una familia (mujer e hijo) con los que ha sido dichoso; se enfrenta a su madre y a sus cuatro hermanos, llega a pegarse con el mayor, y tiene que reestructurar en los esquemas de su corazón la memoria de su padre, que no fue una buena persona pero a quien no puede evitar seguir queriendo como hijo. Julio Carrión (el padre), marcado por la pobreza y el desamor en el que la Guerra Civil le obligaron a vivir, fue un oportunista, un chaquetero, un mentiroso, un traidor, que no reparó más que en enriquecerse sin límites y en que su prole no conociese la miseria. Y es Raquel -cuya familia fue la víctima más sustanciosa de Julio- quien hace estallar el detonante de la dolorosa investigación que Álvaro emprende en la historia de sus antepasados y en su propio interior. Y es para quedarse con Raquel, que tampoco carece de defectos, que también ha mentido y traicionado para enriquecerse a costa del anciano Julio Carrión, que involuntariamente provocó el infarto que le causó la muerte, que antes de conocer a Álvaro y enamorarse de él siguió jugando con sus descendientes para sacar más beneficio, es por estar junto a Raquel con todo lo que es por lo que Álvaro elige recorrer el camino más difícil.

En estos tiempos en los que me fallan las fuerzas que otrora rebosé, sigo admirando este valor, esta lucha, por encima de muchas otras virtudes. Mientras leo los últimos capítulos, recuerdo haber apretado los párpados y los dientes gritando en silencio: “¡Lucha! ¡Lucha por mí!”. Pero yo no soy un personaje de novela; ¡recuerdo haber llorado tanto no haber valido la pena! Hace tiempo que he olvidado la decepción que hiela el corazón.

miércoles, 17 de julio de 2013

LOS LIBROS DE MI CABECERA: INVIERNO DE NOVELAS LARGAS (II): ALMUDENA GRANDES: "Inés y la Alegría"


No recuerdo exactamente a qué altura del invierno la abordé, o si era ya primavera. Supongo que ya habría enfermado y buscaba una elección rápida y garantizada, en cuya profundidad sumergirme hasta olvidar mis propias circunstancias. Así se hicieron llevaderas mis horas de adolescencia dentro de la casa (nunca olvidaré la voracidad con que leí Carolina Querida de Cecil Saint-Laurent y el desamparo que sentí cuando terminó)

Casualmente, Inés y la Alegría tenía el mismo número de páginas: setecientas y pico, extensión que por las obligaciones de la cotidianeidad adulta hace años que dejé de frecuentar. Todavía la extrañaba cuando empecé esta novela, quizá por eso me impacienté con lo que al principio consideraba digresiones de la autora.

En Almudena Grandes, nunca lo son. Aunque parezca ir a marcharse por derroteros que no vienen a cuento, la “carpintería” -diría García Márquez- de la autora está tan finamente trabajada que, lo mismo da si son las 400 páginas de El lector de Julio Verne o las más de 900 de El corazón helado, cumplirá la máxima de Cortázar para el cuento perfecto: la trama es desde el principio una flecha certera que apunta al final.

Así pues, de la Inés del título nada sabremos hasta el tercer capítulo. El relato empieza introduciéndonos en la intriga política interna del Partido Comunista Español en el exilio. Los rasgos discursivos son más propios de un texto informativo que de una novela, excepto quizá los guiños con que el narrador omnisciente se permite juzgar a los personajes, por el momento figuras históricas como La Pasionaria y otros cargos menos conocidos del partido. Así pasé más de 50 páginas con la mosca detrás de la oreja, porque no era esta precisamente la narración que buscaba, que en aquellos momentos necesitaba. Me pregunto cuántos lectores habrán cometido el error de desistir aquí.

En los capítulos posteriores alternarán las peripecias del Capitán Galán y de Inés durante la Guerra Civil, hasta el momento en que ambas historias confluyan para siempre en un pueblecito del Valle de Arán (Bossost) por el que he pasado algunas veces en mis viajes de Montaña. Nunca había oído hablar de la fallida invasión desde Francia con la que los exiliados pretenden reconquistar la España franquista, episodio histórico que no fue más que una estragema de algunos dirigentes comunistas en su pugna por la supremacía en el Partido, que marcó y costó la Vida a varias personas con nombre y apellidos.

Recordaba la intensa nevada que encontramos en diciembre del año pasado, el reducto de seguridad y bienestar que supuso “aislarme” allí junto con mis amigos. Algo así, elevado a la enésima potencia, les pasa a Inés y Galán, algo así debe de ser...

El Capitán Galán es un militar de izquierdas exiliado, fiel a sus principios y a su partido. Inés es la hermana roja de un dirigente falangista, de cuya casa en Pont de Suert (otro hito de tantas aproximaciones) ha logrado escapar, con dinero y provisiones, en busca de los suyos. Se conocen en la más angustiosa de las circunstancias: la guerra: el hambre, la sangre, la muerte de los seres queridos, el temor por la propia Vida. No obstante, el ímpetu de su rápido enamoramiento, que se irá convirtiendo en un amor profundo, les sumirá en un halo de irrealidad que les hará pasar “en volandas” (así decía yo de niña estar con mis amigos) sobre las dificultades, aferrándose con uñas y dientes a la supervivencia.

En estos primeros días Galán dudará de Inés y ambos querrán morirse antes que asimilar la decepción respecto al otro. ¡Devastadora la decepción! ¡Quién pudiera, como ellos, haberla vencido algunas veces! El capitán llega a bendecir la guerra, que le ha dejado sin país, pero le ha dado “una mujer en la que vivir. ¡Qué sentimiento tan hermoso! Supongo que eso es lo que me habría gustado ser, pero a mí no quisieron habitarme, al menos como se habita el hogar que se venera. Me enamoro de su amor, me sumerjo en él a falta de unos brazos que me aíslen aunque sea un ratito del constante pensamiento de la enfermedad, que calmen los nervios de la hipocondría (creo que Almudena Grandes me fue mucho mejor que la psicoterapia)

No sólo la trama y los personajes, sino también el lenguaje de Almudena Grandes cautiva y dan ganas de ponerse a escribir: su magistral dominio de la lengua, su estilo personal, las secuencias lúcidas, las frases hermosas... Una prosa bellísima que no pasaría de mera zalamería si no la secundara la profundidad de los caracteres y sentimientos, la rotundidad de los hechos y la meticulosidad de su trabajo.

Se me acaba el tiempo de esta tarde de nervios que una vez más las letras han sabido transfigurar en una brisa apacible tras los cristales del Ático, junto a mi petate listo y mi comida de régimen. Valga este modesto e improvisado agradecimiento a Inés, al Galán de mis sueños y a la excelente novelista.

miércoles, 10 de julio de 2013

LOS LIBROS DE MI CABECERA: INVIERNO DE NOVELAS LARGAS (II): ALMUDENA GRANDES: "El lector de Julio Verne"


Fue durante una de esas interminables tardes de evaluaciones cuando, trasteando en los ordenadores, conversé con un compañero sobre las lecturas que más nos habían gustado recientemente. Junto con otro par de libros, me habló de las dos novelas con que Almudena Grandes había iniciado la serie “Episodios de una guerra interminable” (en homenaje a la admirada obra de Galdós)

Tanteé a Almudena Grandes en mis últimos años de carrera (Las edades de Lulú, Te llamaré Viernes), cuando yo era una lectora ávida de conocer cuanto se cocía en el panorama literario (y subliterario) nacional e internacional, clásico o vanguardista, presente, pasado o futuro... La autora, que apuntaba una carrera exitosa, no se consagró santo de mi devoción (como algunos otros autores cuya tendencia bauticé como “novela gris”, no por su falta de calidad, sino porque de ese tono me parecía el carácter de sus personajes y de sus paisajes)

En lugar del orden cronológico en el que fueron escritas, abordé primero la novela de Almudena Grandes que más le había gustado a mi compañero: El lector de Julio Verne. Sin desmerecer las dos que leí a continuación (Inés y la alegría, El corazón helado) , también a mí me parece la más lograda, una de las mejores que he leído en los últimos años.

Si bien resulta difícil sorprenderse ante un tema tan manido como el de la Guerra Civil Española, lo primero que nos impacta en este relato es el punto de vista elegido por la autora: el de un niño -que evoca por su edad y correrías al Mochuelo de El Camino-, hijo de la humilde familia de un guardia civil destinado en un pueblo al pie de la sierra andaluza. La acción se focaliza así desde dentro del cuartel, mostrándonos la miseria de quienes creíamos victoriosos, difuminando las fronteras entre “vencedores” y “vencidos”, entre “buenos” y “malos”, víctimas unos y otros del horror de una guerra que preside la cotidianeidad de todos los hogares, los montes, las calles, y parece -en palabras de la autora- no ir a terminarse nunca. En esto se diferencia esta novela de las otras dos, en las que los comunistas serán indiscutiblemente los héroes, héroes de carne y hueso si bien.

Otro de los magistrales aciertos de la autora -común en este caso a las tres obras- es la rigurosa documentación sobre los espacios y tiempos en los que discurren los hechos. En El lector de Julio Verne, los apodos de los personajes forman parte de esta ambientación, así como de la caracterización de los mismos, y dejan mella en la memoria del lector: Saltacharquitos, Mediamujer, Regalito, Fingenegocios...

El último punto que destacaré -reseñas sobre estas novelas hay a patadas-, el que me cautivó para siempre como lectora, es la integridad de los protagonistas, la profundidad de su carácter y de las relaciones que entre ellos se establecen. Emociona en El lector de Julio Verne la amistad entre Nino -el niño que focaliza el relato- y Pepe El Portugués.

Y eso que -aunque se escribieron antes- todavía desconocía el amor entre Inés y Galán (Inés y la Alegría), entre Álvaro y Raquel (El corazón helado)

lunes, 17 de junio de 2013

LOS LIBROS DE MI CABECERA: INVIERNO DE NOVELAS LARGAS (I): "EL VERANO DE LOS PERROS FLACOS"

Un café te cambia la Vida, o al menos la forma de verla durante las horas que dura el estímulo de la cafeína en sangre (dicen que unas 6) y las endorfinas que generan las actividades que durante ellas emprendes. A pesar de la ansiedad que todavía me genera tomar alguno esporádicamente, atesoro estos momentos en los que pedaleo con fuerza o soy capaz de ponerme a escribir o recupero la locuacidad con mis amigos.

Una novela te cambia la Vida de manera parecida, como el poso negro y contundente de un buen café, que no actuará por ti, pero tampoco te dejará seguir dormitando en la apatía.

Sin proponérmelo, este iniverno -digo invierno porque ha tardado en llegar el calor, porque la enfermedad siempre es fría- he ido encadenando novelas larguísimas. De pequeños, mi hermano y yo -justo al contrario de lo que suelen hacer mis alumnos- buscábamos en los estantes de la librería del pueblo los tomos con más páginas, para que nos duraran más, ya que íbamos a invertir la paga semanal en ellos y, una vez empezados, sobretodo en verano, éramos incapaces de racionárnoslos.

Empecé el año con El Verano de los Perros Flacos, de Pedro Bonache. Lo leí con los bolígrafos de diferentes colores sobre la mesa o el lápiz en la mano si me lo llevaba a la cama, como en mis tiempos de estudiante. El papel de correctora me privó de disfrutar libremente la lectura; pero me devolvió una complacencia que llevaba más de veinte años enterrada: en unos tiempos en que mi profesión (y mi vocación) se desmorona, volví a enfrentarme a una obra literaria con el tesón y el rigor que solía hacerlo en los tiempos de la facultad, cuando tanto me apasionaba la materia. Demasiado escrúpulo, quizá, para el gusto del autor; pero, en fin, es mi manera de hacer las cosas. Desde el punto de vista opuesto, el del autor, no hubo asignatura que odiara más que la de "Crítica literaria", de jovencita no acepté que mis profesores me tocaran ni una coma; aunque más tarde agradecí la profesionalidad de mis amigos cuando les puse delante algún escrito y disfruté de las tertulias removiendo puntos, tildes y raccords.

Dejé la segunda lectura, la del goce, para el repaso antes de edición; pero no llegué a realizarla. A pesar de ello, de no haber sido un mero lector que abre un libro entre sus manos como quien emprende un nuevo viaje o el mismo de siempre (ése papel me gusta más), El Verano de los Perros Flacos removió sensaciones casi olvidadas, que otras novelas consolidarían en los meses venideros, devolviéndome uno de los placeres que más he disfrutado en mi Vida: el de sumergirse en una larga novela.

No estaba acostumbrada, y menos en invierno, cuando parece que los días no tienen horas para tantos horarios, a enfrentarme a tantas páginas. Extrañé el ritmo lento, las digresiones y las recurrencias: además de haberme habituado a libros más breves, siempre me he quitado el sombrero ante los relatos -en palabras de Cortázar, que tampoco aplicó su teoría del cuento a la novela- que van del principio al final certeros como una flecha. Me costó relajarme -y me seguiría costando con las lecturas posteriores-; no obstante, llega un momento en que los personajes de las novelas largas se han instalado en tu casa y los buscas al final del día para que te cuenten cómo les fue y conciliar abrazados el sueño.

... Aun cuando no congenies con ellos, como me pasó a mí con la unidad familiar protagonista (parecen un ente único y eso a mí no me gusta, me refiero a la Vida, no a la novela), los buscas para discrepar o para echarles los trastos a la cabeza, es un indicador de que te has metido en la novela.

Busqué también durante los rigores del invierno entre decrépitas paredes los campos agostados de mi bienamada Castilla, la austeridad de un clima y de un paisaje a los que de tanto en tanto necesito regresar. Aunque no creo que sea sólo por afinidad por lo que esa vertiente de la trama (las escenas en La Mancha, el tema de los galgos) me parecieron lo más logrado de la novela; yo habría profundizado y me habría extendido por ahí (pero yo no soy el autor) Pedro Bonache es magistral en la descripción de espacios naturales y la composición de escenas costumbristas. En tiempos habría deseado ser galgo, como otras veces anhelé ser encina o flor o minúsculo insecto, para que alguien me mirara con tanta sensibilidad e interés, para no ser invisible. Quizá los seres humanos no somos los más afortunados sobre la Tierra.

Va a sonar el timbre. Se acabó el café, que ahora me pone como una moto. Ni siquiera corrijo las faltas que cometo con el teclado, hoy no hay rigor. Es hora de ir a correr o pasear con mis amigas, dejaré las otras novelas para otro jueves (era jueves cuando empecé) Primum vivere, deinde filosofare.

sábado, 8 de junio de 2013

CRONOESCALADA

"Tengo el mismo sopor que el día que llegué a Ávila. Quizá por eso..." -asocié inesperadamente aquel final de etapa de mi Camino de Levante con la aproximación de ayer a la altura de Cuarteles. Iba de camino a la cronoescalda de Bttmoncada sin una chispa de café en el cuerpo ni la más mínima intención de cronoescalar.

A la altura de cuarteles -no sé por qué hay mañanas que asocio con el olor de otras mañanas- me vi subiendo el alto de Arrebatacapas al amanecer (le comento a Kike el deleite que me produce paladear la toponimia) El viento que soplaba en el collado no se llevó mi casco, pero me permitió imaginar al vuelo sombreros de ala ancha y túnicas de peregrinos medievales. Entre este puerto y el de El Boquerón me detuve en un pueblecito a tomar café mientras reseñaba la etapa en mi Moleskine, antes de emprender la última tirada hasta Ávila.


¡Ay, ese puntito de café que hoy me falta! Últimamente ni siquiera me salen las palabras, hace tiempo que no practico (en mis cuadernos me quedé a mitad de un domingo de diciembre de bicicleta y remotas casualidades, no sé si quiero acabar de contarlo, no sé ya si quiero hablar)

Si me hubiese tomado otro cafelito por la tarde... Llegué cansada; a mediodía salí a comerme mi bocadillo favorito (¡calamares a la romana, ah, quién los pillara!) regado con una Voll-Damm en un bar de la plaza porticada (el mismo en el que ya había estado y al que volví en otras ocasiones en busca de mi cerveza preferida) No, no fue el cansancio por lo que no fui -apenas 30 kilómetros me separaban de Muñana, adonde 5 años antes llegué medio lesionada, con Camino en el maletero de la ranchera; prometí que algún día, por remoto que fuera, entraría pedaleando-, no fue el cansancio, no fue el café lo que me hizo pasar de largo.

Tal vez hoy tampoco es la causa de esta extraña melancolía que se me agolpa en las cuencas de los ojos. Rebaso la última rotonda junto a la base militar, enfilo la carreterita de Portaceli con unas ganas de llorar que sólo la somnolencia contiene, ¡incluso para eso estoy aturdida! ¡Nada, ya no me sale nada de adentro!

Dediqué la tarde a reabastecerme sin prisas, como lo haría cualquier otro abulense en vacaciones; me recogí temprano para disfrutar del albergue solitario. Me bastaba y me sobraba con mi presente, no me cansaba de complacerme en él, por primera vez en mi Vida tenía ganas de hacer rápido el viaje y regresar. Paradójicamente, la euforia a veces deforma la realidad de manera tan absurda como los espejos del Callejón del Gato. Quizá por eso ya no la busco. He olvidado lo que se siente en la “parrilla de salida”, al cruzar victorioso la línea de meta, al despertar en un abrazo que creíste Tu Lugar en el Mundo...

Llego al Llano de Lucas tempranísimo (no he perdido las buenas costumbres) Mis compañeros de Bttmoncada empiezan a aparecer poco después. Me ofrezco a encargarme de los tiempos de salida o de llegada, a subir el coche de apoyo a la Font del Poll, a poner la mesa... Rehusan. Prefieren que “cronoescale” -que apenas somos tres chicas-, aunque suba paseando. ¡Bueno, pues me ofrezco a ser la última! Empiezo a calentar.


Me dan el pistoletazo la primera: soy la mayor de la categoría femenina, es decir, la que más tiempo se supone que invertirá. Algo queda dentro de mí que me empuja a hacer lo mejor posible aquello que emprendo, no sé qué es, desde luego no fuerzas ni fe en mí misma... estos meses hasta mi motivación inquebrantable pende de un hilo. Tras unos minutos subiendo pulsaciones (serán 3' a menos del 90%), aprieto todo lo que puedo (llego al 98%, manteniendo 46' a más del 95%: ¡me voy a destrozar los músculos!)


He repetido innumerables veces este recorrido a la cadencia de mis pensamientos. Hoy voy especialmente atenta al terreno, a cada curva, a cada imagen, al tacto del sol y de la brisa sobre mi piel. A pesar de las elevadas pulsaciones, de que se supone que estoy compitiendo, me da tiempo de saborear el paisaje, la compañía, la circunstancia. Es el segundo año que participo en la crono; me siento más tranquila, a pesar de que esta vez no tengo “liebre” que me indique la mejor trazada. “Como en la Vida -me digo- casi siempre me ha tocado avanzar sin liebre. Estoy tan acostumbrada a tomar mis propias decisiones con convicción y placer que nunca había reparado en ello. ¡Sin embargo, ahora necesitaría incluso que alguien me dijera qué bocado llevarme a la boca! ¡Estos años de enfermedad he necesitado a rabiar alguien que estuviera a mi lado en las rampas más duras! ¡Ni siquiera haría falta que me empujara, sólo señalarme por dónde es, que a veces yo no puedo verlo, que hay noches que me muero de miedo!” Los médicos me preguntan si vivo sola, si como sola...

Pienso en Kike, que gane o pierda estará esperándome en casa con Perdido. ¡No me puedo quejar, una sola persona así hace que uno no tenga derecho a lamentarse de la compañía que le ha tocado en la Vida!

Al año siguiente pensé que cuando pudiera comer de todo, repetiría aquel largo viaje, con una óptica más realista, deteniéndome donde me apeteciera, cumpliendo todas las promesas. Entonces todavía creía que una meta así puede emprenderse en cualquier momento de la Vida, que siempre podría echar mano de estas ilusiones. Pero cada una tuvo su momento, que no volverá (saberlo me hizo muy vieja o, eufemísticamente, "madura") Duele durante mucho tiempo no haberlos vivido de veras.

En el mismo punto donde el año pasado Pedro me peló el membrillo, me las apaño para sacarlo yo solita y metérmelo en la boca sin dejar de pedalear (¡a punto está de indigestárseme!) Cuando supero “La Prueba del Hombre” hace rato que sólo existen la Calderona y la carrera. Miro el reloj: no voy tan mal, puede que hasta entre en el tiempo del año pasado, debe de faltar poco para que me rebase la compañera que salió detrás de mí: ha hecho una temporada fuerte, sin embargo yo no he dado pie con bola.

En La Morería los familiares de mis compañeros han colgado una pancarta, a cuyo pie nos aplauden para darnos ánimos. Se me une un ciclista que ha subido fuera de crono: ya tengo liebre. “¡Perdona, es que subiendo soy de un antipático... no me salen las palabras!”. Enfilamos juntos el último repecho antes de la Font del Poll, con el corazón a punto de salírseme del pulsómetro por la boca; el cambio no va muy fino y no me atrevo a bajar plato: si salta la cadena perderé unos segundos preciosos, ¡yo que no venía a competir!, ¡ya sólo queda carrera y Calderona y Caminito y compañeros!


“¡Menudo carrerón!”- me felicitan. Imagino que lo dicen por compromiso, pues les he visto pasar mucho más fuertes, aunque mis compañeras no me ha alcanzado. Ando para bajar pulsaciones, incapaz de coordinar. Me dan mi crono: 49'05'': 38' menos que el año pasado. ¡Ya me vale, con el invierno que he tenido! ¡Ya me vale sin café, sin liebre, sin ánimos, a palo seco!



Lucas, con 8 años, ha participado en su primera crono con su padre. Inma y yo bajamos tranquilamente por La Cartuja acompañándole. Llegamos los últimos al área recreativa donde se sirve el almuerzo. Entre miembros de la peña y familiares somos 93 para el ágape (sólo 34 hemos competido) No tengo liebre ni hijos ni mucho menos mujer que invitar a la fiesta, pero soy parte de ellos. ¡Yo no me puedo quejar de la compañía! Mientras saboreo un bocadillo de jamón, la primera cerveza en mucho tiempo y me atrevo a picotear un poco, me entero de que soy la primera clasificada femenina. He ganado. ¡He ganado mucho saliendo hoy, aunque sé que esta prueba todavía no ha terminado!


“Lo peor que hay en estos casos -y en la Vida, añadiría yo- es no mover ficha”, dice Lourdes, mi psicóloga "digestiva".


jueves, 2 de mayo de 2013

LA COMPAÑÍA


Era la primera vez que me pedían que fuese acompañada. A mí, que siempre he sostenido que más vale ir solo que no ir, que la mayor parte de mi Vida he acudido sola (o soltera, tuviera pareja o no) a todas partes (como las niñas malas), que fui en bicicleta a sacarme las muelas del juicio y a los traumatólogos que no me trataron una tendinitis rotuliana...

Me puse a temblar de nervios. ¡Ahora sí que me cago! ¡Menos mal que acababa de rogarle a la enfermera que fuese todo cuanto antes, que ya no aguanto más la maldita dieta, los amaneceres sin café, las salidas sin cerveza -sintiéndome siempre “la enferma”-, las madrugadas en vilo! Me vine abajo: otro achaque de la edad.

Apenas unas horas después había de sentirme una privilegiada: sólo hizo falta comentarlo para que los dos me dijeran que sí. Pues claro que vendrían. ¡Y se obstinaron en ser mis acompañantes los dos! El viernes pasado atravesé Viveros flanqueada por los hombros firmes sobre los en quedarme dormida. “¡Con la gente tan enferma que habrá aquí y nadie estará tan bien acompañado como yo, que vengo por una tontería!” -me emocioné al entrar en la Quirón. Hasta lloramos de risa en la sala de espera.

Fue la primera vez que la anestesia me hizo perder la consciencia. Al terminar, el médico les llamó para explicarles las pautas a seguir, porque durante una horas yo no estaría muy lúcida, de hecho tuvieron que repetirme algunas instrucciones varias veces, porque al ratito las olvidaba. ¡Santa paciencia!

Los amigos -dediqué unos minutos a la memoria de “mi padre”- ésos que, según él auguraba a gritos durante mi adolescencia, nunca me habían querido por "bicho raro" y me abandonarían a la primera de cambio. Era a él a quien debía querer más que a nadie, cuestión de sangre.

¡Cuántas soledades he sentido, pero nunca estando al lado de mis AMIGOS!

“Tengo que obedecer a mi madre -objetó Kike cuando le animé a salir por la noche-: me ha dicho que debo estar contigo”. Desde pequeña he distinguido fácilmente a los padres generosos de los egoístas. Mi madre también me alienta siempre a ayudar a Kike. Los padres generosos, los que quieren a sus hijos, desean que estén allí donde les tratan bien. (Claro, que nunca falta quien confunde “querer” con “poseer”)
Entre idas y venidas, me acuerdo de mi amigo Paco. Aquellos meses de primavera y verano -¡pese a la profunda tristeza de la lesión y las crisis de ansiedad!- fueron los últimos que me senté a la mesa sin reparo, los únicos desde las cagaleras de hace tres años que comí sin pensar cómo me sentaría cada bocado. Me alegro de haberlos compartido. Recreo con complacencia los ratos en la cocina de El Pedregal (quizá mis últimos platos "elaborados", a base de verduras), los carajillos de Bailey's con nata en las terrazas de Oviedo o al pie de su ruta favorita, la sidra escancidada junto a una hoguera en el prado, los platos de pulpo à feira a la luz de las farolas de Ponte de Lima, una ciudad idílica para pasear al anochecer...

Se me hace dura la dieta, me pone nerviosa tener tantas citas médicas anotadas en mi agenda, a ratos empiezo a desesperarme. Entonces recapacito e intento ser positiva: este invierno caótico ha servido en el mejor de los casos para volver a casa con un pólipo menos, para entender, por fin, qué pasó con mi estómago y con mis músculos (¡aguantaré hasta la última prueba, iré al endocrino, al psicólogo si es necesario!), para que yo aprenda de una vez a cuidarme y recuerde con mayúsculas lo que nunca olvidé: LA AMISTAD, que fue antes que la LITERATURA y el DEPORTE, LA AMISTAD (el AMOR) que es REAL, de ésa que hace COMPAÑÍA.


Madrid 1993
A esos dos que llevan más de 30 años junto a mí. Gracias.

sábado, 20 de abril de 2013

CRONOLOGÍA DEL MILAGRO

Era un milagro llegar a tiempo al primero, así que no pude disfrutar de entretenerme anticipando el segundo, como tanto me gusta hacer. Menos esperaba todavía regresar relativamente entera -lo digo todavía con la boca pequeña, a pocos días de una colonoscopia- física y psicológicamente, tranquila, puede que hasta contenta. ¡Si no fuera porque la abstinencia de café me impide disipar de un plumazo el cansancio!


El 20 de febrero me levanté llorando: me dolía todo el lateral derecho de mi cuerpo, más o menos como hacía justo un par de años. Los días precedentes había repasado una por una las recurrencias entre los pequeños detalles de estas fechas y aquéllas, temiendo que las casualidades fueran premoniciones que auguraran una recaída, la misma caída. ¡Me destroza cometer por enésima vez los mismos errores! Una vez más, había sucumbido a la euforia: me puse demasiado fuerte a principios de año, reí con ganas, mi cuerpo volvió a reducirse al peso de una adolescente anoréxica, las ilusiones y el estrés (inherente este último a nuestra civilizada manera de vivir, de eso sí que no tengo la culpa) se enseñorearon de mi Vida.


“¿Cómo se me ocurre jugármela a un mes de los viajes?”-  me torturé desesperadamente hasta caer en un mutismo endocéntrico -los mismos errores, el mismo abismo- que hizo pasar desapercibida la llegada de la primavera.  ¡Cuánto me complace atisbarla de lejos, verla aproximarse por la vereda, dejarla entrar en casa desnudándome poquito a poco de ropajes, edredones, oscuridad...!

El insondable abismo de la desilusión... ¡Sería un milagro poder hacer los viajes en bici de pascua!

A pesar de todo, el último día de plazo pagué la señal para el de Fin de Temporada de la Peña y, tal como me había ofrecido, empecé las gestiones logísticas del viaje a Soria.

Para alcanzar la gracia del milagro, hice un minucioso acto de contricción, hurgando en la llaga con el afilado punzón de cada uno de mis pecados, los escribí, prometí, juré... ¡A partir de ahora sabría cuidarme, era para eso que me estaba pasando este infierno otra vez! ¡Me comería el arroz blanco del menú de la última comida del viaje de la peña si conseguía llegar a él rodando! (¡No imaginaba cuánto arroz blanco!)

Con tratamiento intensivo de fisioterapia y los entrenamientos reducidos al mínimo, mejoraba, aunque no lo suficiente para disipar las dudas, para poder pensar o sentir algo más allá de mi pierna derecha. No sé si la echaba de menos (la ilusión) o la maldecía. Por primera vez en mi Vida deseé tirar la toalla. ¡Ójala no hubiese oído hablar nunca de esos proyectos! La lucha contra mi propio cuerpo era ya demasiado larga, extenuante. Por primera vez en mi Vida no le encontraba sentido. ¿Por qué no me marcharé como todo el mundo a visitar capitales exóticas, y hartarme de comer y beber al otro lado del cristal, donde no nieva ni hay que molestarse en pedalear ni en inflar la esterilla?

Seguí cuidándome, contestando los mensajes entusiasmados de mis compañeros, por pura rutina. Mientras dejaba hacer al tiempo, me evadía en las 700 páginas de amor entre Inés y Galán. Pensó Galán que la guerra le había quitado muchas cosas, pero le había traído una mujer en la que vivir. Derrotado, desterrado, bendijo su suerte. Algo así soñé vivir una vez -quizá por eso confraternizo enseguida con estos personajes y devoro páginas como en mi infancia: como si ellas fueran a engullir el problema-; pero a mí no quisieron habitarme. ¡Qué lejanos me resultan mis propios sentimientos que les cuento a Inés y a Galán como una mera anécdota!

El 16 de marzo volví a salir con la peña. El 17, sin haber respetado los descansos -¡por enésima vez los mismos errores, la tortura, los remordimientos!-, tuve la feliz idea de introducir en mi rutina unos ejercicios nuevos de musculación de piernas (“¡Pero si a ti piernas no te faltan!”, se llevaría las manos a la cabeza mi instructora de Pilates) Esa misma noche me dolían de arriba a abajo, las dos: aductores, isquiotibiales, vasto interno, cintilla iliotibial, recto anterior... ¡A diez días del viaje!

A pesar de todo y de todos los músculos, seguí yendo al fisio, rodando apenas para no caer en la inmovilidad. Hasta tuve otra feliz idea: coger reservas a base de más proteínas, más hidratos, un cafelito, una cervecita... ¡Cómo si no levantar el ánimo y seguir bambando de acá para allá sin acabar de entender ya por qué!

El 23 de marzo me levanté con el estómago revuelto. ¡A seis días del viaje!

A pesar de todo, de todos los músculos y de mi estómago, el último viernes lectivo, tal como hacía meses que me recreaba en planificar, fui a cortarme el pelo y empecé a llenar las alforjas. Seguí intentando comer de todo sin renunciar al cafelito de la mañana. ¡Cómo si no mantener la apariencia de ilusión!

El 26 mi estómago había empeorado. ¡A dos días del viaje!

A pesar de todo, de todos los músculos, del estómago destrozado y la estupenda forma de febrero echada a perder, a dieta blanda me fui para Soria.

Milagrosamente, mis músculos aguantaron y lo de la forma no fue para tanto. Los últimos días de viaje pude tomarme una cervecita y el de la despedida, un café, que me supo a gloria y euforizó más si cabe la mañana de callejo por Soria.

Fui al fisio, respeté el descanso, intenté incorporar los alimentos poco a poco...

Cuatro días después -¡a un día del viaje de final de temporada!-, se me ocurrió hacerme un bocatita de salmón ahumado después del último, suavísimo, entrenamiento.

El viernes 5 de abril me levanté descompuesta, ¡a una hora del viaje! Ya tenía la mitad del equipaje en el coche.

A pesar de todo, de todos los músculos, del estómago destrozado, la dieta blanda,  la estupenda forma de febrero echada a perder... ¡Ya no podía más! Cada decisión que he tomado en los últimos meses parecía ser errónea, cada salida, cada bocado que me llevo a la boca... Mejor quedarse inmóvil, dejar que el tiempo cubra de olvido las fechas, las ilusiones, la forma física, las cervecitas, los cafés...

A pesar de todo y sin saber por qué, quizá porque para mí era más fácil bajar las escalera, conducir sola hasta la Sierra de Madrid y rodar durante tres días hasta el agotamiento a dieta blanda, que volverme a acostar en la cama, me abracé a Caminito mientras la cargaba en la ranchera y allá que nos fuimos.

"Que es más fácil aprender a vivir sin café, sin chocolate, sin sal y sin azúcar, que aficionarse a los sucedáneos"

(Inés y la Alegría, Almudena Grandes)

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