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lunes, 29 de agosto de 2011

MIS JUEVES Y MISJUEVES: (I) Un retazo de infancia (Jueves 11/8/2011)

Mariola, agosto 1982


          “Cuando esté mejor me traeré la bici y buscaré la casa donde vine de campamento desde los 10 a los 13 años” -le dije a Jordi, mi fisioterapeuta- a principios de junio. Estaba cerca del Preventorio y debía de tener algo que ver con la iglesia, pues venía a visitarnos a veces el cura que lo regentaba, que era amigo del de mi pueblo. Don Cirilo, se llamaba (un personaje muy popular en Alcoy, me entero). Fui desenterrando recuerdos y nombres olvidados a medida que charlábamos. Aunque Jordi me dio toda clase de detalles sobre la zona, me parecía dificilísimo llegar allí, con tantos dolores instalados hacía meses en la parte derecha de mi cuerpo y los ataques de ansiedad que las últimas semanas habían venido a culminar el desacato de mi psique. Intentaba aferrarme a cualquier conato de lo que un día fueron mi “hipermotivación” y mi férrea voluntad.
          La segunda semana de agosto Camino me acompaña en mi noveno viaje a Alcoy. A principios de mes había vuelto a rodar regularmente, apenas una hora y cuarto, hora y media. Buscar en el paisaje o en los valores culturales de una zona el aliciente que no puedo obtener del esfuerzo físico, me ayuda a vencer la pereza de disfrazarse de ciclista pa total na. En este caso es un reto a la capacidad de orientación y a la memoria: ¿encontraré la casa?, ¿reconoceré los lugares?, ¿será algo como vagamente recordaba?
          Como de costumbre, pese a las indicaciones del fisio, me cuesta más encontrar el punto de inicio que orientarme en la Montaña. En cuanto bajo del coche mi percepción del espacio se activa. Atravieso Alcoy por la N-340 en dirección Alicante; siguiendo indicaciones a Banyeres de Mariola, encontramos el desvío al Preventorio. Son 3 km de un bonito mini-puerto de montaña. Aparco junto a una fuente pasado el sanatorio. Es un buen punto de partida para realizar varias rutas, tanto en bici (sería preferible salir de abajo) como a pie; pasan por allí varios senderos balizados, hay agua, tranquilas áreas recreativas, bar y piscina.

          Si algo bueno tiene hacer rutas cortas en solitario, es que puedes preparar la bici con parsimonia y todavía te sobrará mañana. Aun así no activo el GPS hasta 4 ó 5 km después. Falta de costumbre (cuando a principios de junio me puse el pulsómetro para correr ¡20' después de tres meses y medio! y me di cuenta de que no recordaba cómo funcionaba, me eché a llorar) De todos modos el track -como ahora se verá- carecería de interés para alguien que no hubiese veraneado allí en su infancia)
          Salgo por la carretera en la dirección por donde he llegado. Paso junto al Preventorio, donde alguna tarde nos llevaban de visita; me parece que entonces había huérfanos, aunque no recuerdo haber conocido a ningún niño; ahora es un “centro de respiro de enfermos de Alzheimer”. Atravieso la cantina, con sus mesitas a la fresca al otro lado de la carretera. Un poco más allá están las piscinas donde íbamos cada mañana a bañarnos (cada mañana excepto la que tocaba subir a la cruz). Son unas balsas pintadas de azul. El agua estaba congelada. Era la parte del día que más nos gustaba, junto con los juegos de la noche. Caminábamos en fila de dos o tres, cantando o charlando, vestidas (el último año dejaron venir también a los chicos) a la moda de colocarse la toalla de turbante (la misma toalla de “La Gallina Turuleta” que he llevado este año de viaje)
          Un poco más adelante hay un cartel que indica “Casa de espiritualidad y albergue Baradello de Moya”. Debe de ser la casa. ¡Ya! Es asombroso cómo se acortan las distancias con la edad; creía recordar que tardábamos un buen rato en caminar desde la casa a la piscina ¡y no habrá más de 5'! Giro a la derecha en la dirección que señala el rótulo. Al verla no me cabe ninguna duda. ¡Es la casa de colonias! Hago una foto desde la verja: es propiedad privada. Pedalada a pedalada no puedo evitar entrar; pienso cómo explicaré toda esta historia si me interpelan. Pero no aparece nadie y avanzo fotografiando cada rincón de la memoria: el patio de atrás, que usábamos sólo de vez en cuando, por eso era especial; las mesas de piedra junto a la puerta y las duchas de fuera, donde a veces desayunábamos y se celebraban las veladas, las ventanas de nuestra habitación...

          Pasaba todo el curso deseando que llegaran aquellas fechas. Con mis notas ni mis amigos ni mis profesores dudaban de que me dejaran ir. No obstante, yo era siempre la última en traer la respuesta de casa. Apuraba hasta la última noche antes de atreverme a preguntar. Era la que más temprano debía retirarse de los juegos de la calle, no me dejaron ver la tele hasta que llegué a COU, cumplí sobradamente la mayoría de edad antes de poder viajar con mis amigos... Relacionado con los estudios nunca me negaron nada; con mis profesores pude siempre ir a cualquier parte. Pero yo no comprendía sus valores (ni los he compartido después a pesar del adoctrinamiento) y pensaba que aquellas normas absurdas eran para fastidiarme, así que me cuidaba de encerrar bajo siete llaves mis ilusiones y mis sentimientos. Las excursiones del colegio, aquellos días fuera con los amigos, eran mi tesoro más preciado.
          Décadas después, cuando descubrí las travesías de Montaña y el senderismo (¡yo ni habría imaginado estas aficiones si mi hermanito no me las hubiese mostrado!), me pareció que el destino me resarcía con creces, brindándome la oportunidad de “Vivir de excursión”, sin miedo, sin límites -pensaba-, sin tener que dar explicaciones.

          Salgo del terreno de la casa y regreso a la carretera. Sigo rodando en la dirección que llevaba, hasta el segundo cruce asfaltado (el primero es propiedad privada) que sale a la derecha. Giro y asciendo un puertecillo, desde cuyo collado se divisa un hermoso trazado para la flaca. En el ascenso la luminosidad del día sobre los campos dorados, me ha hecho sentir por unos instantes atravesando Castilla en uno de mis largos viajes. “Nada tiene que envidiarles el día de hoy” -me digo-, ¡lástima que no pueda sudarlo más! ¿Por qué necesito ese esfuerzo? ¿Será algún pensamiento erróneo, tortuoso, echarlo tanto de menos? ¡O es simplemente que me sentaba tan bien!

          En el collado sale a la derecha una pista de tierra ascendente. Pongo el plato pequeño. Unos adolescentes que están reparando un quad me advierten: “¡Que ahora va todo p'arriba!”. “Ya -sonrío- tiene toda la pinta”. Aprieto los dientes para no derrapar en una pendiente que ronda el 20%. ¡Cuánto tiempo! No tengo problemas en coronarla, pero me “pican” las piernas, a lo cual no estaba acostumbrada.
          Si mi punto débil fueron siempre las bajadas, ahora con el miedo, la falta de forma y de práctica, la destreza ha empeorado. Viene una de tierra suelta; freno a tope instintivamente, a sabiendas de que eso es precisamente lo que me hará patinar. Me voy a tener que bajar de la bici hasta por pista -no sé si reír o desmoralizarme-, ¡cómo puedo estar pensando en volver a la peña! Me mantengo sobre la bicicleta, aunque voy más lenta que si corriera. Entonces aparecen en el camino un lugareño y un perrito. “¿Has subido por allí detrás? ¿Pero... encima de la bicicleta?”. Los comentarios me animan.
          El circuito por tierra tiene poco más de 5 km. Es un itinerario de observación de aves. Desemboca más abajo en la carreterita por la que llegué al collado. Vuelvo a la principal. Bajo un trozo de puerto y lo vuelvo a subir. Cojo marcas del GR7 que salen a mi derecha; practico algún trocito de senda. Doy media vuelta y otra vez a la carretera. Pruebo otro camino a la derecha que va a parar al Preventorio. Llevo 1h20' de rodaje y ya no se me ocurre qué hacer; para sacar una buena ruta en bici hay que subir desde el pueblo.
          Regreso al coche un poco despagada por lo corta que ha resultado la salida. Debo acostumbrarme a que sea bonito también así, a no volver siempre pasada de horas y kilómetros, a celebrar los descansos. ¡Es que me encantan las largas distancias, y subir! ¡Qué le vamos a hacer, seré rarita!
          Por la tarde el fisio me dice que debo ir aumentando el volumen de bicicleta.
          Mis "excursiones" a Alcoy han cambiado mucho respecto a principios del verano. Venía directamente desde el trabajo, sin comer ni descansar, luchando internamente entre la esperanza y el escepticismo de llevar tres meses de tratamientos infructuosos a las espaldas (al culito, mejor dicho)... Cada viaje me pasaba una: una semana me robaron la cartera; al darme cuenta frente al portal, lloré y grité a la vista del vecindario como una loca. La siguiente me salté la salida de la autovía (¡y no será porque no la conozco!) y continué hacia Albacete, siguiendo los hitos que me orientaron hace dos años en mi travesía de la Península en bicicleta. Aquel día la recepcionista me preguntó si no tenía nadie que me acompañara. Confieso que durante un buen trecho de aquel regreso me acordé mi ex-pareja, de las rutas que hacíamos por los pueblos viendo tiendas, como pretexto para guardar la debida jornada de reposo previa a las carreras... Alcoy tenía buena pinta; pero yo sólo era capaz de volver a meterme en el coche. ¡Y ya era!
          “Un día de estos tengo que subir corriendo a la cruz”, le digo a Jordi.


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