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viernes, 19 de agosto de 2011

MI BICI CAMINO: Bautizo

El primer Camino (todavía agosto de 2001)

     Había cenado con mis amigas antes de marcharme a Extremadura. Era mi primer curso con vacaciones y sueldo de profesora, así que todos esperaban que hiciera el viaje de mi Vida, y quizá lo acabé haciendo aquel verano. Cuando les conté que me había comprado una bici y me iba a Portugal con un chico al que conocía hacía ¡sólo 6 meses!, se quedaron un poco despagados por lo poco exótico del destino, pero más sorprendidos que si les hubiese comunicado que me iba a la Luna.

     Era 11 de agosto y ya estaba de vuelta en casa, con un cabreo como hacía lustros que no recordaba; era lo último que esperaba que me pasara en un año de tranquilidad y entusiasmo como el que había seguido al aprobado de la oposición. Al cerrar tras de mí la puerta de casa, con todos los trastos desparramados en el pasillo, sentí miedo y rabia. Miré con incredulidad la bici azul: ¿Qué hago ahora contigo?

Eunate. La primera foto de Camino. ¡No me canso!

     La respuesta se fue perfilando en las horas siguientes. Era sábado por la tarde: hasta el lunes no podría comprar lo que necesitaba. Metí unas latas de cerveza en la mochila y pedaleé para encontrarme con mis amigos del alma (Kike y Alex) Pasó el domingo en poner lavadoras, secar ropa y volverla a empaquetar. El lunes a primera hora compré un cuentakilómetros, unas alforjas (las más pequeñas, con lo “trastera” que soy seguro que llenaba las que fueran hasta los topes, y no estaba segura de poderlas acarrerar) y un billete para Pamplona en el autobús de esa misma noche. Me iba al Camino de Santiago. Lo había andado años antes; era un trayecto conocido: podría arrastrar la bici, y transitado: si se me rompía algo, tarde o temprano pasaría alguien. No cogí saco de dormir ni forro polar ni guía, pues no acababa de ver claro que pudiese pedalear con peso. La primera noche tuve que comprarme un jersey de lana ecuatoriano en una feria, con el que dormía dentro de la funda de vivac. El resto de la indumentaria era también escueto y poco apropiado: las zapatillas del gimnasio (que usé los 5000 primeros kilómetros), un chubasquero de mi padre, dos camisetas de algodón y un culotte de hipermercado con la esponja al vivo.

Hospital de Órbigo, defendiendo el paso como Don Suero de Quiñones

     “Algún día sufriré una conmoción lo suficientemente fuerte como para ir a buscar lo que sueño (no lo fue la oposición ni la muerte de Esperanza ni la de Laika... ¿Podrá serlo el regreso de Santiago si llego?) Libreta nº 28, estación de autobuses de Valencia, 13-8-2001

     A las 6 de la madrugada Camino, que todavía no se llamaba Camino y no era más que una bici azul, y yo desembarcamos en Pamplona. Había que esperar 12 horas para coger el autobús que enlazaba a Roncesvalles, no te aseguraban que hubiese espacio para la bicicleta, así que decidí empezar a pedalear desde allí mismo. Saqué las instrucciones del cuentakilómetros y me puse manos a la obra; un hombre que iba a comprar el pan me preguntó si me pasaba algo; enfurruñada le contesté que no, qué me iba a pasar; volvió un buen rato más tarde, con el pan, la prensa y algún café, me morí de vergüenza por no haber logrado colocar todavía el cacharrito ni las alforjas, agaché la cabeza y persistí.
     En la primera etapa... “Cadena trencada, pluja, fang, carretera... -le escribía a mi hermano- He arribat a Los Arcos (78 km) M'he comprat un jersei. Ja vorem les alforges! Si altra cosa no, d'estos dies aprén un a estimar-se el cos, a voler ser fort, a voler”.
     A partir del segundo día empecé a coincidir con gente. Nos reuníamos los mismos casi todas las noches, aunque me negaba a pedalear con ellos: yo no era ciclista, temía forzar para seguirles y quemarme, ni siquiera esperaba poder llegar en la misma fecha. Si tardaban horas en verme, todo el mundo se preocupaba por “la de las trenzas” -fue la primera vez que me llamaron así-, pues era la única mujer que iba sola en bicicleta. Madrugaba más que ellos y pedaleaba todo el día a mi ritmo, complaciéndome en partir la etapa con la hora feliz de la siesta allí donde cayera. Con el paso de los días fui acabando las etapas la primera, incluso algún día me escapé en solitario y adelanté kilómetros respecto a las marcadas por la guía que seguíamos la mayoría (la de Juanjo Alonso, por entonces no había otra específica para bicis, y ésta carecía de perfiles, rutómetro, desniveles acumulados...) Las últimas jornadas acepté rodar con una pareja vasca. De Álvaro aprendí a bajar (su novia tenía miedo de seguirle; yo todavía no sabía lo que era lesionarse y me dejaba llevar); de Eurídice (éramos las únicas chicas ciclistas), que no hay que ponerse ropa interior debajo del culotte (yo llevaba hasta salvaslip porque pensaba que cuantas más capas, más amortiguación)

O Cebreiro, el grupo de los ciclistas (faltan 2, las niñas son prestadas)

     Así fueron pasando los kilómetros y los días, que haciendo deporte en la Montaña siempre parece que duren mucho más de veinticuatro horas. El mundo de la bicicleta era nuevo para mí: las distancias, la percepción del paisaje, la máquina, las sensaciones sobre ella... A medida que fue cautivándome, dejé atrás el resquemor con el que había salido de casa, los recuerdos se me cruzaban en el entrecejo fugazmente cada vez más espaciados. Así llegó la etapa más veces jamás contada...

     “Jueves 23 de agosto de 2001. Portomarín-Arca/Pedrouzo. 82 km (por donde dios quiso y con parada en Melide)” Florecilla pegada al margen de la libreta.
Con el más mínimo error en los trazados del Destino, con un billete de menos en el autobús de las once o unos kilómetros de más en el trazado milenario, con una niebla más densa aquella mañana o sin la llovizna que nos retrasó...”
     Me lo habían advertido mis compañeros: en aquella zona los ciclistas ya no podíamos salir tan temprano como a mí -acostumbrada a los madrugones de las ascensiones largas- me gustaba; al amanecer había niebla espesa y la salida de Portomarín, por carretera, era peligrosa. Hice oídos sordos a sus consejos: aquel día pasábamos frente a la pulpería de Melide y quería llegar con tiempo de comer allí. Efectivamente, subiendo el puerto casi a ciegas, se me pusieron en la garganta los c... que no tengo. Me acordé de mis compañeros, que se habían quedado durmiendo un rato más, pero no me detuve. Había empezado a chispear: me enfurruñé pensando que la lluvia me retrasaría.
     A la hora del almuerzo ya estaba allí, revestida de grasa, empapada y temblando de frío. Un chico moreno con el pelo largo intentó ayudarme a apoyar la bici. Mi bici es mía y la aparco yo, tanta amabilidad total luego pa qué -algo así debí pensar, mientras dejaba la bici donde a mí me daba la gana. Años después bromeamos sobre el incidente: él sí supo desde el primer momento que tengo un genio fuerte. Pedí un plato de pulpo y una jarrita de ribeiro para mí sola (tradición que he mantenido al final de todos mis Caminos), y me senté en la terraza a reparar mi boligrafito para escribir mientras llegaban los demás.
     No sé cómo, el desconocido se sentó frente a mí, no sé cómo consiguió que dejara lo que estaba haciendo y me pusiera a charlar, no sé cómo pasaron las horas... Se unieron los caminantes que iban con él. Cuando a mediodía empezaron a llegar los ciclistas, yo iba ya por la segunda ronda y probablemente no deseaba marcharme nunca de allí.

     … Pero las etapas eran las etapas. El chico moreno con el pelo largo, delgadísimo, intentó convencerme para que hiciera las mismas jornadas que les quedaban a ellos a pie, para que me quedara aunque fuese a dormir aquella noche (¡total ya llevaba rodados más de 50 km!) Me quedaban vacaciones de sobra para permitírmelo, pero las etapas eran las etapas, al día siguiente quería entrar tempranito en la ciudad (cuántas veces me he preguntado pa qué) Sin mucha convicción en que yo pondría algo de mi parte, me anotó sus datos en una libreta (entonces me enteré de que existía el correo electrónico), y quedamos en vernos en Santiago. Así que dejé atrás a caminantes y ciclistas, y salí de Melide al atardecer, un poco achispada de ribeiro y euforia. Camino empezaba a llamarse Camino.

     “No sé por qué nunca he tenido esa suerte de saber coger al vuelo los momentos irrepetibles. Pienso que es por el Camino donde pueden pasarme todas las cosas”. (Santiago, 24 agosto 2001)

Plaza de las Platerías. Aquel año sí recogí la compostela

     Decidí quedarme las tres noches que se le permitían al peregrino en el Seminario Menor. No me apetecía regresar a Valencia. Callejeé a mi antojo; busqué sin éxito un facsímil del Codice Calixtinus; me compré un vestido y ropa interior en las rebajas, pues lo que llevaba estaba demasiado sucio incluso después de lavarlo; se me antojaron unos pendientes azules, que perdí descorazonadoramente pocos meses después (ahora cada vez que acabo un Camino compro dos o tres pares); fueron llegando los otros ciclistas, tomamos algo para despedirnos; compré empanada y fui al parque de Rosalía a consultar a Valle. La última tarde me senté a escribir en la Plaza del Obradoiro esperando la puesta de sol.
     “No estás en las calles, que siempre te deparan sorpresas como mil liebres que no quieres cazar. En cambio, no aciertas en qué esquina debes pararte a esperar tu destino... Pero a veces me equivoco de esquina. Y es por allí por donde pasa la liebre”.
     De pronto me levanté para seguir andando sin saber a dónde. Al doblar la esquina hacia Las Platerías, tropecé con el chico moreno de pelo largo, delgadísimo, que había conocido en Melide. Acababan de llegar, iban de compras para preparar la cena. Me invitaron.
    
     Despertamos abrazados en el ala del Seminario Menor desde cuya ventana se veía la ciudad iluminada a la otra parte del río. Todavía no había amanecido. Decidí acompañarles andando la primera etapa hacia Finisterre. Candé a Camino en el cuarto de las bicis (nunca he vuelto a separarme tanto de ella en un viaje; luego supe que de allí han robado unas cuantas) y metí lo imprescindible en una mochilita de plástico que llevaba como complemento a las alforjas. Antes de salir, intentó convencerme de que fuéramos a la estación de autobuses, cambiara el billete de regreso -que tenía para esa misma tarde- y caminara con él hasta el Fin del Mundo. Me habló de los pueblos, de los albergues, de la puesta de sol, de dormir y ver amanecer en la playa... Había hecho muchas veces el Camino -dos de ellas con su perrita, la madre del mío-, lo recordaba con placer y precisión. Pero las etapas eran las etapas; les acompañaría sólo hasta Negreira; por la tarde regresaría a Santiago y cogería el autobús de Valencia a la hora prevista. ¡Ya había tenido bastante exotismo aquel verano!
     ¡Qué sobrados y soberbios vamos a veces! ¡Cuánto y con cuánta sangre tardamos en aprender que la Vida se parece más a una estación de tren, que hay que coger cuando pasa, que a una parada de taxi, que viene cuando tú lo llamas! Aquel invierno habría de soñar hasta dolerme la puesta de sol que no quise ver; sudé ausencia imaginando cada uno de los días que nunca viviría (tres etapas desde Melide y otras tres hasta Finisterre, ¡una semana con sus noches!) Aunque algunos trenes vuelvan a pasar, no nos subimos ya en el mismo vagón.
     Esperó conmigo en la esquina donde paraba “el autobús de Nunca Jamás”. Le prometí que a partir de entonces sería amable con la gente que me cruzara en los caminos. La mayor parte de las casi 24 horas que dura el retorno, traté de dormir para no llorar, y a la vez quería estar despierta, para gozar todavía desde cerca lo que había vivido en aquel Camino. Mi bici ya se llamaba así, porque fue el primer viaje que hicimos juntas; porque salgas como salgas de casa, siempre acabas haciendo tu Camino; porque entonces supe que, me pasara lo que me pasara en la Vida, la Divina Providencia siempre me saldría al quite en los Caminos (de Santiago o no); todo podría superarlo y sería feliz mientras pudiera estar en el Mundo de aquella manera. En parte es por eso por lo que sufro tanto cuando no puedo hacerlo (sólo las lesiones me han impedido rodar, ni siquiera otras enfermedades)


A Ponte Maceira, “el lugar donde pudo haber estado el Paraíso”

     Camino y yo hemos llegado seis veces a Santiago, por itinerarios diferentes; cinco en solitario; cuatro de ellas hemos continuado a Finisterre. Todos los hitos de aquella etapa que anduve hace diez años siguen ahí, aunque algunos muy cambiados, como yo quizá. En el que por ahora es mi último Camino, hace dos años, crucé tres veces A Ponte Maceira, porque cuando llegué al albergue de Negreira me di cuenta de que había perdido mi maillot nuevo de la peña y retrocedí por él casi hasta Santiago. “¡Sí que vas a ver esta vez el Paraíso!”, intentaba bromear, pues el despiste podía costarme el agotamiento a pocos kilómetros de culminar el largo viaje que había empezado en la puerta de mi casa. Lo acabé. En aquel regreso no pude pegar ojo, ¡me sentía muchísimo más feliz que el día que me había sentido la mujer más feliz de la Tierra!
     Cuando uno descubre que estaba equivocado en momentos en los que se sintió tan confiado, tan lúcido, que su percepción era tan ajena a la realidad si existe (como entonces o como cuando por una serie de circunstancias y decisiones erradas conviertes -o se convierte, empecemos a perdonar- tu mejor temporada en una tortuosa lesión), es algo más que la decepción, la separación o la tendinitis lo que hay que superar; es una especie de crisis de identidad, de valores, en la que hasta la persona más firme se tambalea: si me equivoqué cuando me creía tan cierta, ¿cómo podré estar segura de nada, de mí? ¿Cuándo? Pero ése es otro Camino.

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