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sábado, 6 de agosto de 2011

MI BICI CAMINO: Preliminares

 Primera aproximación a Portugal (agosto 2001)

 

     Llevábamos unas cuantas semanas haciendo “mini-travesías”, es decir, internarnos en cualquier sierra cercana a casa con todo lo necesario para pasar unos días a la espalda. Mi compañero ni siquiera tenía la mochila adecuada, nunca había hecho algo así; a pesar de ello, y de que en pleno verano algún día se nos acabó el agua o tuvimos que dormir sobre los terruños de un campo de olivos (entonces yo apenas conocía nuestras sierras), nunca formuló queja alguna. Así que cuando me propuso que me comprara una bicicleta mejor (yo tenía el modelo más barato de hipermercado para circular por la ciudad y poco más) y nos fuéramos de viaje, acepté, como gesto de acercamiento a sus aficiones y costumbres que compensara el suyo a las mías. Estaba convencida de que subir Montañas -cualquier desnivel- encima de una bicicleta era un deporte reservado sólo a los físicos privilegiados, como mi hermanito o aquel nuevo amigo.
     Se ofreció a acompañarme a comprarla. Consciente de que el tiempo que me tomo en decidir una adquisición puede impacientar a la mayoría de los mortales, y puesto que en este caso no había suficiente confianza para ello, me propuse no postergar la elección más allá del horario comercial de aquel día: 2 de agosto de 2001. Después de recorridas todas las tiendas de la capital, preguntando el peso exacto de cada bicicleta (no es que pensara competir, les aclaraba a los vendedores, es que vivía -y vivo- en un cuarto sin ascensor), escuchando nombres y marcas de piezas que no identificaba, a la hora de la siesta, bajo un sauce llorón enfermo del lecho del río (al que bauticé “El árbol del destino”), después de un concienzudo balance de lo visto durante el día, le comuniqué a mi compañero mi resolución: “yo la quiero azul”. “Pues de las azules...” -seleccionó dos modelos; volvimos a la tienda donde estaban. La elegida fue una Otero de 27 velocidades, a la que hubo que cambiar los componentes de un cuadro rojo a otro azul.
     Pedaleamos hasta el Saler para probarla; fue mi primera puesta de sol sobre Camino. Al día siguiente viajábamos rumbo a Portugal (no sé por qué yo tenía curiosidad), con escala en Monfragüe (el lugar preferido de mi compañero). Allí hice mis primeras rutas (tres), sin querer llevar ni mirar el cuentakilómetros, para no saber cuánto sufrimiento me quedaba. En realidad no padecí tanto: el segundo día ya subía una rampa continua de 516m. de desnivel (la “Ruta Heidi”, desde el castañar de Hervás). Mi compañero se quedaba deliberadamente atrás y me iba indicando la posición que debía adoptar; cuando me acostumbrara a ella sería buena, auguraba. Al final de la jornada le hacía andar, porque estaba acostumbrada a percibir el paisaje a pie, sobre la bicicleta me parecía que no podía sentirlo. Cuando volvimos a pedalear juntos, años después, Camino cumplía 10.000 km, la mayoría de ellos en solitario, y fui yo quien le descubrió a mi compañero el inmenso placer de viajar en bicicleta. Hoy por hoy es la única persona con la que he recorrido a la par algunos Caminos (en bicicleta y en la Vida).
     Imaginaba el atardecer en Lisboa, pedaleando a orillas del Tajo. Luego subiríamos hasta Oporto para regresar por otra ruta. No pasamos de la frontera (Valencia de Alcántara). Entonces yo tenía una determinación inquebrantable para reconocer y darme la vuelta ante los Caminos escabrosos que no conducían a ninguna parte: virtud o defecto que quizá he tardado diez años en recuperar.

No llevaré ninguna imagen de aquí, me iré desnuda igual que nací...”
(Ana Belén, “Desde mi libertad”)

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