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viernes, 13 de abril de 2012

MI BICI CAMINO: PRELUDIO (Tiempo presente)

"- Madame Giselle tenía razón -le diría, cuando le tuviera enfrente-. Es cierto que la felicidad existe.
Bruno la miraría.
- ¿Cómo lo sabes? -le preguntaría, escéptico.
- Porque ser feliz es estar despierto después de una larga noche."

(La larga noche, Carmen Amoraga)

El día que le conoció ni siquiera se había preparado la mochila. Se levantó rezando para que lloviera y así no tener que afrontar el estado de sus articulaciones.

Dos semanas después llovía y el perfil de la ruta excedía con creces lo que entonces sus articulaciones podían permitirse. Tenía la mochila preparada desde días antes -como acostumbraba en otros tiempos, hacía tres meses, tan lejanos-, pero cuando llegó al punto de encuentro la asaltó el pánico y pensó en darse la vuelta.

Saludó caras conocidas. Sabía que acudiría algún amigo y parte de la gente con la que había andado el primer día. No le esperaba. Al verle llegar, preguntando si podía acompañarla en el coche, sintió un alborozo inesperado, increíble en los tiempos que corrían. Los latidos de su corazón le recordaron otra primavera, hacía 10 años, en la que algunos domingos volvía a ver al biólogo que había conocido en su segunda excursión con el grupo de senderismo y caminaban hombro con hombro, conversando, hasta que los dos lo desearon y se esperaron, hasta que empezaron a salir solos a la Montaña y ella se compró una bici y montó una cena con velas para dos en el reducido espacio del balcón donde ahora la encarcelaba la inmovilidad...


Aquella mañana, va a hacer un año, decidió valorar, por encima de todo, la capacidad de volver a paladear la ilusión, aunque fuese efímera. Arrancó en dirección a Cortes de Pallás, pensando que, esta vez por suerte, el viaje era largo. Conversando no se le hizo pesado.

"Verás, he conocido a alguien
y es que me encantó.
A ver cómo te digo eso, a ver..."   (Conchita)

El itinerario seguía los pasos del Botánico Cavanilles por aquellas tierras, y llevaba su nombre. Se iniciaba con una rampa pronunciada; no obstante, al resguardo de la manada no temía el dolor. Él la hábía esperado mientras se ponía "las prótesis", conectaba el GPS y "encordaba" al perrito. Salieron los últimos; pero, al emprender la subida, se escaparon del pelotón, siguiendo el ritmo del can veterano, que dejó atrás a sus dos jóvenes partenaires.

En la fila, sentía los pasos de su compañero detrás y disfrutaba del golpeteo de las botas sobre la tierra, sobre la hierba. Recuperaba la seguridad que siempre sintió en la Montaña. Así debía de andar el clan. Hombre y mujer se relevaban: ahora pasaba él y ella se limitaba a seguirle. Todavía podía. Cuesta aprender a acompasar el ritmo; es gratamente sorprendente descubrir esa complicidad en las primeras salidas. Les adelantó el guía en un tramo de la ascensión; ella tuvo que contenerse para no sacar a flote lo que le quedaba de su todavía vigente título de campeona de Kilómetro Vertical y aceptar el reto; se dijo que no, mejor seguir junto a su compañero, disfrutar de la armonía que apenas duraría unas horas, olvidarse de los tiempos y de las pulsaciones...


A la hora de comer ya estaban de regreso en el pueblo. Sin prisa pero sin pausa, le habían sacado más de media hora al grupo. Aprovechó para estirar y dar de comer al perro, mientras él esperaba conversando pacientemente. Fueron a reunirse con los demás en el bar. Se había puesto a llover: hacía día de carajillo.


Al regreso otro de los compañeros de viaje le preguntó la edad. Se mordió los labios pensando que debería ocultarla (hacía apenas tres meses se sentía orgullosa de su "veteranía"); pero al final la dijo, como quien renuncia al sueño antes de haber siquiera cerrado los ojos.


Se habían conocido 15 días antes, un primero de mayo en que su amante se fue de viaje ilusionado con los mensajes de sus amigas virtuales y ella rechazó la invitación de un desconocido para encontrarse a mitad de camino (¡qué relación tan moderna!) En realidad... no, la realidad era ésta, quiero decir, si todo hubiese ido bien, si no se hubiera lesionado, se habrían conocido tres semanas atrás, viajando en bicicleta por el Pirineo Navarro. Sin saberlo, ella había soñado todo el invierno con esas vacaciones que ahora él le relataba.


Al despedirse, de nuevo en la ciudad, recordó que un domingo por la tarde de hacía 10 años, cada uno en su coche ya de camino a sus respectivas casas, les detuvo un semáforo en rojo. El biólogo abrió la puerta y alcanzó la suya para tenderle una cuartilla en la que había dibujado un amonites que quería rozar sus dedos... "Algún día -intentó animarse- alguien volverá a llamar a tu ventanilla para darte una cartita de amor, y a ti no te parecerá una tontería, como ahora. ¡Aunque te parezca mentira, algún día volverá a alborotársete el corazón!"


¡Qué rápido había pasado la jornada! Esos días de Montaña en los que parece que uno haya vivido mucho más de lo que cabe en 24 horas. El lunes se alegró de reconocer el cansancio con el que solía volver al trabajo después de un fin de semana deportivo. Escribió estas líneas en su libreta; a la hora del recreo las olvidó. ¡No había lugar para más imposibles!




Once meses después, la mañana del 6 de abril de 2012 amaneció gélida en Tornos. En paralelo abrían el pelotón de 23 cicloturistas. No podía dejar de sonreír. Miró a su compañero preguntándose por qué sonreiría también a las nubes negras que en apenas unos minutos se convertirían en aguacero y granizo.



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