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viernes, 15 de julio de 2011

LOS LIBROS DE MI CABECERA: "EL HOMBRE DUPLICADO", MURAKAMI, AYLA...

          Una mañana de finales de junio coincidí en el instituto con los alumnos que acababan de aprobar la selectividad. Pasaban las horas charlando en un banco de la entrada, extrañados de andar sin prisas. ¿"A que deja vacío?", les pregunté, como acabar una ultratrail, regresar de un viaje o leer el último renglón de un libro que te ha gustado mucho. Cuando uno se ha centrado tanto en estudiar, se siente desorientado con tanto tiempo en las manos, paradójicamente, ante el cese inmediato de una rutina que anhelaba que acabase. Coincidimos. Yo había terminado también mis exámenes y el verano, como el suyo, se presentaba atípicamente incierto. Ni siquiera se me ocurría qué leer. "¿Qué será de nuestras Vidas el próximo septiembre?". "¿Cuánto o nada habrá cambiado?". Parecía que yo también sostenía en mis manos la solicitud de ingreso a la Universidad. Unos pocos estaban seguros de lo que querían y tenían la nota suficiente para dormir tranquilos (¡cuán habituada he estado yo a esta posición!); otros tantos lloraban, obcecados porque lo único que les ilusionaba no podía ser; bastantes se conformaban con lo posible; otros barajaban distintas opciones con mano temblorosa.
          Cuando termino un libro que me marca, tardo unos días en poder empezar otro, como si le guardase una especie de luto. Esas noches veo películas o leo relatos cortos, y voy amontonando sobre la mesilla algunos títulos, hasta que se perfila con nitidez el que realmente deseo leer en  ese momento.

DE QUÉ HABLO CUANDO HABLO DE CORRER”, Haruki Murakami.

          Tropecé por primera vez con este libro en la Feria de Valencia de 2010. Fiel a mi voto desde hace años de no comprar novedades, decidí esperar a que se editara en bolsillo. Pertinaz, Murakami volvió a cruzarse en mi camino en una librería de la Plaza de Santa Teresa en Ávila, cuando apenas llevaba un mes lesionada (¡y ya parecía un siglo!) Decidí tomarlo como un buen augurio (¡volvería a correr!) y entré por él.
          Haruki Murakami un buen día decidió vivir de la escritura y al mismo tiempo empezó a correr, aficiones que se convirtieron en su filosofía de Vida. Algo así cuenta la solapa.
          Lo he tenido presente durante los últimos meses, pero todavía no lo he empezado. Es uno de esos libros que reservo para lugares muy especiales -no es que éste no lo sea, pero me refiero a otros momentos, como el verano pasado, cuando salía a leer en los alrededores del Refugio Quintilio Sella, a 4000m de altura. Algún día “De qué hablo cuando hablo de correr” subirá en la mochila una Montaña o cruzará en las alforjas un país en bicicleta. Convencida de que ese día no está muy lejos, lo he traído en la maleta.

          “No hay ningún viento favorable para el que no sabe a qué puerto se dirige” (Schopenhauer). Lo leí en la camilla de mi fisio, en la revista “Ciclismo a fondo”, citado por un lesionado que persistió en recuperarse. La copié con mi rotulador azul.

EL HOMBRE DUPLICADO”, José Saramago.

          Por aquellos días me vino a la mente una cita (se han repetido, casi en el mismo orden cronológico, las mismas que copié en mis libretas durante la primera lesión), recordaba que era de Saramago, el cuaderno y las fechas en las que la subrayé por primera vez; pero no podía precisar el libro. Aquel día escribí muy poco de mi cosecha: el resumen más breve de mi historia, por el cual sin duda habría suspendido a mis alumnos, como suspenderé al terminar este artículo, que demostrará que no he terminado de leer ninguno de los tres libros y alguno incluso ni lo empecé.

          Tertuliano Máximo Afonso pierde por cobardía a la persona que ama; la deja marcharse con alguien idéntico a él y se estrellan con el coche. Ésa es la cobardía que me decepciona. Yo también hice tarde a varios cruces del Destino (Joa, 14 de octubre de 2004)

          Después seguían, en morado, una serie de citas que parecían seleccionadas para sobrecitos de azúcar:

          “Ojalá ella todavía esté cuando tú despiertes”. Supongo que Saramago hace un guiño al brevísimo cuento de Augusto Monterroso:  “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”.

          “...no decidir a tiempo puede llegar a ser un arma de agresión mental contra los otros”. Es curioso comprobar cómo al cabo de los años acabamos pensando y actuando de la misma manera ante situaciones similares; es un signo de personalidad del que hasta podemos enorgullecernos, siempre que no sean nuestros errores lo que acabemos repitiendo hasta el agotamiento de nuestras fuerzas o nuestra Vida, como el inútil esfuerzo de Sísifo. Días antes, en el descanso de las Pruebas de Acceso a la Universidad, había copiado de un azucarillo sabio, también en color morado (mi ex-pareja tenía la costumbre de llevarse a casa los del café del almuerzo, tenía un cajón lleno, que a veces jugábamos a releer al azar; se me ha quedado el vicio de devorarlos con la mirada cuando los veo ordenados en los platitos sobre la barra de los bares): No hay mejor manera de saber lo que una persona es que lo que hace cuando tiene libertad de elegir”. Claro que, llegados a este punto, deberíamos entrar a debatir qué entendemos por libertad, si somos libres alguna vez por completo. El concepto, como casi todos, tiene un significado denotativo: hay quienes cruzan océanos a nado y quienes se ahogan en un vaso de agua.

          “Hay situaciones en la vida en las que ya nos da lo mismo perder por diez que perder por cien, lo que queremos es conocer lo más rápidamente posible la última cifra del desastre, para luego no volver a pensar más en el asunto”. Ésta fue la que elegí para mi aprobado de Portugués.

          “...un hombre que se respeta no pide ayuda a una mujer, incluso no sabiéndolo ella, para después mandarla a paseo”.

          “...a veces nos preguntamos por qué la felicidad tarda tanto en llegar, por qué no vino antes, pero si nos aparece de repente, como en este caso, cuando ya no la esperábamos, entonces lo más probable es que no sepamos qué hacer con ella, y la cuestión no es tanto elegir entre reír o llorar, es la secreta angustia de pensar que tal vez no consigamos estar a su altura”.

          José Saramago, El hombre duplicado

          No recordaba en absoluto de qué trataba el libro. Esta amnesia argumental la tuve siempre con las películas: las mezclo, les cambio los títulos, las olvido, las reinvento; sin embargo, hasta hace pocos años era capaz de rememorar y sentir con la misma intensidad los argumentos y personajes desde mi primera novela hasta la última. Empecé a notar mi atrofia como quien se da cuenta de que padece un incipiente Alzheimer. Quizá sea un síntoma de la edad (como la vista cansada), quizá que ahora recurro a la Literatura más como una distracción que como objeto de estudio o leitmotiv.
          Empecé a releer la novela: Tertuliano Máximo Afonso (profesor), hombre mediocre amilanado de nacimiento por la rareza de su nombre, alquila una película en la que descubre a un extra idéntico a él, incluso vive en la misma ciudad.
          He pasado el invierno leyendo en portugués, entre otras cosas tres novelas y media de Saramago (a quien admiro como escritor y personaje público). No pude proseguir en ese momento con el esfuerzo intelectual y moral que supone; me encaminé por derroteros más fáciles, más acordes al de final de curso. “El hombre duplicado” se quedó sobre la mesilla de casa.

EL VALLE DE LOS CABALLOS”, J.M. Auel.

          El verano pasado un amigo me dejó uno de sus libros favoritos: el primero de la serie de El clan del oso cavernario”. Lo leí en un viaje por Portugal, en el que también me acompañó la enfermedad. Acabé encariñándome con la protagonista y con el devenir de una cotidianeidad que transcurría en plena naturaleza, sólo constreñida por las innumerables e incuestionables costumbres del clan. Con el añadido del valor histórico de la ambientación, literariamente era un libro “de verano”, de descanso (lo cual para mí no significa “malo”). Auel conseguía engancharte a la saga; pero decidí no leerlos todos de un tirón, ya volvería a llegar su momento con el ciclo de las estaciones.
          Empezó de nuevo el verano. Relegué a Saramago y a Murakami por las razones arriba argumentadas. Recordé a Ayla, compartí su soledad, envidié sus correrías. Busqué en internet el título del segundo volumen: El valle de los caballos”. Lo tecleé seguido de la palabra “descargar”, y por una vez la operación salió bien.
          Me llevó un par de días poder pasar de la primera página, no porque la lectura entrañara dificultad, sino porque me resultaba imposible leer de la pantalla un párrafo de un tirón, sin mezclar las líneas o distraerme en mis preocupaciones. ¡Nada que ver con la placidez de acabar el día dormitando sobre las olorosas páginas de papel! Pensé en imprimirlo, pero me sabía mal el derroche ecológico; en cogerlo prestado de la biblioteca, pero probablemente se me pasaría el plazo de devolución; en comprarlo, pero cada vez soy más reacia a almacenar. Persistí, mientras no acababa de decidirme, en la versión virtual, hasta que mis ojos fueron adaptándose y me encontré vagando con Ayla en busca de un lugar en el mundo.
          El segundo volumen empieza con una disposición temporal en alternancia, basada en dos viajes completamente opuestos que, por poca intuición narrativa que se tenga, se auguran convergentes: el Viaje deseado de Thonolan, a quien su hermano Jondalar decide acompañar, y el destierro forzoso de Ayla. Aunque se recorran las mismas tierras, hay una profunda diferencia entre ambos planteamientos.
          En mi modesta y poco fundamentada opinión -prácticamente desconozco el contexto histórico-, en los primeros capítulos Auel busca ostentosamente la identificación del lector, en detrimento de una ambientación fidedigna. Las conversaciones sobre el amor y las mujeres que mantienen los hermanos, así como la escena en la que Jondalar ("el chico de la película") inicia sexualmente a una joven, podrían incluirse sin variar una sola palabra en una novela del siglo XXI. Si reparamos en la diferencia de concepto y de usos amorosos que tiene lugar, en apenas unas décadas, con la invención del amor cortés y las sucesivas adaptaciones de esta herencia medieval hasta nuestros días; o lo que significaba "amar" en la Grecia clásica (había tres verbos diferentes, con acepciones distintas, para lo que nosotros hemos condensado en uno), no resulta verosímil que en la prehistoria ya se "amara" y se disertara sobre ello de la misma manera que nosotros charlaríamos en un bar con un amigo. Añadamos a la perspectiva diacrónica la cultural: los masai, por ejemplo, no conciben el beso en la boca como un gesto de deseo o de amor, en cambio, Jondalar besa como el más apuesto galán.
          Envidio el vigor de Ayla, su capacidad para sobrevirir en la soledad que le ha sido impuesta. Oteo la vasta llanura que se abre frente a nosotras y una lágrima resbala sobre mi mejilla: "¡Si yo también pudiera correr...!" He disfrutado largos viajes solitarios, he sido Thonolan y Jondalar; sin embargo, este invierno lloré muchas veces al pensar que tendría que marcharme, creí que mi cadera y mi espalda ni siquiera aguantarían el trayecto en coche, el mismo que hace medio año habría podido hacer a pie o pedaleando; dudé que me alcanzara la voluntad para bajar sola las escaleras. Lloré amargamente pensando que nadie es profeta en su tierra. Me sentí "maldecida de muerte", invisible ¡Ayla, entiendo el castigo, tu profunda tristeza!
          Anoche me pregunté si ella sería consciente de la importancia de su fuerza física y psíquica (parece que siempre va a ser así cuando la tienes). Pocas páginas después, Ayla temió resbalar al descender de noche un acantilado; sabe que en ese caso no podría cazar ni recolectar y toma precauciones; de su integridad depende su Vida (yo también lo sabía). Acusa la ausencia del clan, no sólo emocionalmente, sino en lo pragmático y cotidiano. Consigue matar un caballo, pero nadie la releva en el esfuerzo de desollarlo, como las mujeres de la tribu hacían con los grandes cazadores.
          A pesar de la añoranza, hay momentos en los que se siente liberada de las rigurosas tradiciones del grupo, para ella absurdas e injustas. No hay nada más desmotivador que ver tu Vida sometida a valores ajenos que no compartes.
                                                                                                                              Continuaré... (leyendo)

          He escrito mientras tomaba café (un carajillo de beilis con nata: ¡puro vicio!) en las calles por donde paseaba Ana Ozores, La Regenta, encorsetada en las costumbres de la Vetusta decimonónica, turbada por dos hombres que sólo se quisieron a sí mísmos, esposada a un marido al que nunca podría amar.

          Estoy segura de que hace unos días, al atravesar el Puerto de Pajares entre la niebla, pasé por la aldea donde vivió su infancia Daniel, "El Mochuelo", rodeado de aquel pico y aquel río y aquellos prados y aquellos trinos y aquellas gentes que eran su Camino, "El Camino" (Miguel Delibes)

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