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sábado, 9 de junio de 2012

AINIELLE

Ainielle es un pueblo en ruinas perteneciente a la comarca del Alto Gállego (Huesca), enclavado en las Montañas que llaman Sobrepuerto.

De camino a Ainielle

Tuve noticias de él a través del fragmento que encabezaba una unidad del libro de 3º de la ESO del curso 2001/02, el invierno que empecé a rodar por las Montañas que se divisan desde el pueblo donde trabajo. Recuerdo el aula donde di aquella clase, en otro centro, la incidencia del sol sobre las ventanas del edificio aquel día, como si se estuviese apagando sobre las casas de Ainielle, como lo haría cuando fuésemos a buscar sus ruinas cargados con nuestras mochilas de travesía. Diez años y cinco institutos después he localizado en el Departamento la página con mis anotaciones a lápiz.


Pueblos del Sobrepuerto

Hicimos aquel viaje porque a mí el principio de la novela me había recordado precisamente eso: las tardes que nos anochecía andando, sin saber dónde acamparíamos, el cansancio sobrecogedor de las primeras veces, la inmensidad de un mundo del que intuyes que no te quieres marchar. Fuimos a buscar Ainielle en enero de 2007, un par de semanas después de comprar mi primera bici de carretera, que bauticé con el nombre de la aldea. Veníamos por el camino de Otal, en cuya abandonada intimidad -todavía más entera que la del pueblo al que nos dirigíamos- habíamos hurgado un buen rato a la hora de la merienda. Los ojos de Perdido destellaron al girarse para advertirnos que había dado con las primeras edificaciones de Ainielle, antes de que nuestras frontales alcanzaran alumbrarlas.  Plantamos nuestras tiendas junto al camino principal (una para mis dos amigos, otra para el perrillo y para mí), cenamos y, tras la charla a luz de las velas, acurrucados en nuestras ropas de abrigo, nos recogimos temprano, como habrían hecho en aquel lugar las generaciones que nos precedieron.




Atardecer en Otal

En mitad de la noche sentí descorrerse la cremallera de la tienda. Mi amiga murmuraba algo enfurruñada, sin embargo, Perdido no había ladrado... Era mi pareja, que había salido conduciendo de Valencia a media tarde y había caminado toda la noche (¡con su peculiar sentido de la orientación, que sólo le guiaba fijándose en las plantas, en los árboles, leyendo las rocas y el plumaje de los pájaros!) Se había perdido varias veces antes de topar con el campamento, llegaba por el mismo sendero que los hombres de Berbusa vinieron a encontrar el cadáver de Andrés (el último habitante de Ainielle en la novela de Julio Llamazares)

Cuando lleguen al alto de Sobrepuerto, estará, seguramente, comenzado a anochecer. Sombras espesas avanzarán como olas por las montañas y el sol, turbio y deshecho, lleno de sangre, se arrastrará ante ellas agarrándose ya sin fuerzas a las aliagas y al montón de ruinas y escombros de lo que, en tiempos, fuera (antes de aquel incendio que sorprendió durmiendo a la familia entera y a todos sus animales) la solitaria Casa de Sobrepuerto. El que encabece el grupo se detendrá a su lado. Contemplará las ruinas, la soledad inmensa y tenebrosa del paraje. Se santiguará en silencio y esperará a que los demás le den alcance. Vendrán todos esa noche : José, de Casa Pano, Regino, Chuanorús, Benito el Carbonero, Aineto y sus dos hijos, Ramón, de Casa Basa. Hombres endurecidos todos ellos por los años y el trabajo. Hombres valientes, acostumbrados desde siempre a la tristeza y soledad de estas montañas. Pero, a pesar de ello –y de los palos y escopeta de que, sin duda alguna, han de venir armados–, una sombra de miedo y de inquietud envolverá esa noche sus ojos y sus pasos. Contemplarán también por un instante las paredes caídas del caserón quemado y, luego, el lugar que alguno de ellos señalará ya con la mano en la distancia.

 A lo lejos, frente a ellos, en la ladera opuesta de la montaña, los tejados y los árboles de Ainielle, ahogados entre peñas y bancales, comenzarán ya entonces a fundirse con las primeras sombras de una noche que, aquí, contra el poniente, llega siempre mucho antes. Visto desde la loma, Ainielle se cuelga sobre el barranco, como un alud de losas y pizarras torturadas, y sólo en las casas más bajas –aquellas que rodaron atraídas por la humedad y el vertigo del río– el sol alcanzará a arrancar aún algún último destello al cristal y a las pizarras. Fuera de eso, el silencio y la quietud serán totales. Ni un ruido, ni una señal de humo, ni una presencia o sombra de presencia por las calles. Ni siquiera el temblor indefinido de un visillo o de una sábana colgada en el frontal de alguna de cualquiera de sus múltiples ventanas. Ningún signo de vida podrán adivinar en la distancia. Y, sin embargo, los que contemplen el pueblo desde las altas campas de Sobrepuerto sabrán que, aquí, entre tanto quietud, entre tanto silencio y tantas sombras, yo les habré ya visto y estaré esperándoles.
Reanudarán la marcha. Pasadas las ruinas de la casa, el sendero contnúa monte abajo, en dirección al valle, atravesando robledales y canchales de pizarra. Se estrecha en las pendientes, pegado a la ladera, como una gran culebra que se arrastra en busca de la humedad cercana. A veces lo perderán brevemente entre los matorrales. Otras, desaparecerá por completo, y durante largo trecho, bajo un espeso manto de líquenes y aliegas. Solo yo lo he pisado en todos estos años. Caminarán, pues, en silencio, muy despacio, siguiendo fijamente al de delante. Pronto llegará hasta ellos el rumor del río. Una lechuza -quizá esta misma que ahora cruza mi ventana- elevará su grito entre robledales. Definitivamente, la noche habrá caído y el que dirija al grupo encenderá su linterna y detendrá sus pasos. Todos los hombres le imitarán casi al instante. Como atraídos por una misma sombra, todos los ojos se clavarán en la espesura del barranco. Y, entonces, al contraluz amarillento y fantasmal de las linternas, mientras las manos buscan en silencio una vez más la caricia nerviosa de las armas, descubrirán entre los chopos la silueta del molino -erguido aún, a duras penas, sobre la podredumbre de la hiedra y el olvido- y, luego, al fondo, recortándose en el cielo, el perfil melancólico de Ainielle: ya frente a ellos, muy cercano, mirándoles fijamente desde los ojos huecos de sus ventanas.

(Julio Llamazares, Ainielle)





Ainielle


- A ti ya nadie irá a buscarte a Ainielle- me dije hace poco más de un año, una tarde de domingo tediosa en el balcón del Ático- Eso sólo pasa una vez en la Vida. Ya no tienes edad. Has desperdiciado los últimos años de plenitud vagabundeando por el Camino a Ninguna Parte. A ti ya nadie vendrá a buscarte ni siquiera al balcón de este cuarto sin ascensor donde te estás muriendo de asco, tan sola como Andrés. En la urbe nadie huele la podredumbre, como la intuyeron los hombres de Berbusa al otro lado de las Montañas. Ni siquiera te quedará el consuelo, como al anciano, de haberte muerto donde deseabas.

Aquella tarde escribí por primera vez a un desconocido.

Unas semanas después fui a Alcoy por primera vez, con motivo de hacerme el bikefitting con Camino y con Ainielle. Ésta (la de carretera) no era ni de lejos mi talla (ya lo sabíamos cuando la compré), lo cual podría por sí solo haber provocado mi lesión o al menos haberla agravado sensiblemente. Nunca me había planteado vender una bici; las bicis en esta casa no son objetos, me atrevería a decir que la habitan; comparto con ellas muchas horas felices, mis mejores proyectos... Además, yo ya no tenía edad de gastarme tanto dinero en material. Si quizá no me iba a recuperar para estrenarla ni volvería a tener la forma necesaria para hacerle los honores...

- Te mereces lo mejor. Mereces ser feliz, que te hagan feliz... todos los días. ¡Con lo que te lo estás currando! -La amiga que me había acompañado a buscar Ainielle me miró con un mohín de reproche: no serás capaz de rendirte, díme que lo vas a hacer, que vas a luchar, que te recuperarás y no dejarás que nadie te vuelva a hacer daño. Corrían las tardes largas de junio; unos amigos nos habían invitado a pasarla en su jardín. Desvié la mirada hacia el sol poniente: no tengo fuerzas, creo que esta vez os voy a decepcionar. Mi amiga, que había pasado todo el día trabajando en el campo y tenía que madrugar para continuar al siguiente, me acompañó a nadar a las diez de la noche (era la pauta del fisio para aquel día) Apenas aguantó 20'. Cuando la vi tan cansada, cambiándose en el vestuario sin deponer su sonrisa, supe que no podía decepcionarles (decepcionarme) con aquella inusitada sumisión a las "circunstancias", dejándome morir como nunca lo había hecho... Aunque no sabía de dónde iba a sacar las fuerzas...

No había intentado hacer bicicleta desde Pascua. Sólo ir a la Escuela de Idiomas a recoger las notas me provocaba un dolor en la ingle y en la cadera que prefería no recordar. A pesar de ello, decidí viajar a Asturias acompañada de Perdido y de Camino. Paco había insistido en que los llevara. Salía a correr desde El Pedregal, siguiendo disciplinadamente el plan para llegar a los 40', a pesar de las molestias.  Paseábamos mañana y tarde, fuimos de excursión, a merodear a los mercadillos y a bailar al prado. Pero pasaban los días y Camino seguía en el almacén sin que nadie la tañera, como el arpa olvidada de Bécquer. Hasta que llegó el día señalado para rodar por la Senda del Oso; Paco llevaba meses ilusionado con enseñármela. "Con un poco de miedo y reparo", me recuerda en un correo reciente, me volví a disfrazar de ciclista. ¡Pues sí que disimulaba bien si sólo se me notaba un poco: me moría de miedo y tenía muchísimo reparo! Nada me horrorizaba más que comprobar que todavía no podía montar en bicicleta, ni siquiera el dolor. Sola nunca me habría atrevido.

"Las pedaladas que daré el resto de mi Vida empezaron en la Senda del Oso", le escribí en una postal durante mi viaje de final de temporada con la peña. Nada necesitaba tanto (¡y eso que hace un año por estas fechas yo era una persona muy necesitada!) como que alguien me invitara a "desempolvar" la bicicleta, que me acompañara mientras lo hacía. Afortunadamente, los días de Paco tenían 24 horas (y eso que aquellas semanas no le faltaron trabajillos) y no le importaba perder o ganar una conmigo. No sólo estuvo durante, sino que acogió en su casa mi miedo silencioso antes y después. Y aún así consideró mi compañía un privilegio.

No todo el mundo quiere o puede rodar a ritmo de lesionado; sólo los más fuertes, como me ayudó mi Hermanito tantas veces mientras me descubría su mundo, que ahora es el mío. ¡Hay que querer mucho que el otro también vaya! Ambos cuentan con mi admiración y gratitud de por Vida, que son más que palabras.

Pensé que Paco me estaba tratando con tanto esmero para que nunca más admitiese que fuese de otra manera. Ya no bajé la mirada avergonzada, como aquella tarde de junio frente a mi amiga. No iba a decepcionarles: nunca volvería a consentir que fuese de otra manera. Me merecía, sin lugar a dudas, lo mejor.

En aquellas veladas tranquilas empecé a buscar en internet las tiendas de Oviedo y las ofertas de bicis de carretera de segunda mano de todo el país (ya que tenía que atravesarlo de regreso...) ¡No había querido saber nada de material deportivo en 6 meses, todavía me quedaban algunas de mis últimas adquisiciones por estrenar! Por las tardes volví a pedalear sola hasta Trubia o San Andrés, para tomar café escribiendo en mi libreta, como si estuviese en el más largo de mis viajes. Eran esos momentos de intimidad con uno mismo cuyo respeto coincidíamos Paco y yo en valorar, sin que ello suponga desentenderse del otro.

Fue en Asturias donde confirmé la venta de Ainielle a un compañero de Misjueves. ¡Tendría buen jinete y sabría de ella de vez en cuando!


Cuando regresé al Ático a mediados de agosto proseguí la búsqueda, aprovechando los viajes a Alcoy y alguna tarde de cervezas con mi amiga Olatx, para visitar las mejores tiendas de bicis de la comunidad. Escogí una carpeta para guardar folletos y precios de los modelos que barajaba. Poco a poco fui descartando, mejorando mis pretensiones, sin llegar a que fuesen demasiado ostentosas para el ciclismo de carretera que yo iba a practicar. Primero decidí que quería un modelo de chica, luego que no fuese inferior a las prestaciones que había tenido con Ainielle (de lo contrario nunca me sentiría satisfecha, me aconsejó el presidente de la peña)

Hasta septiembre seguí buscando, con la esperanza de encontrar algún modelo del año anterior a buen precio; pero no quedaba nada de mi talla (XS, se fabrican pocas y con la crisis las marcas funcionan bajo pedido, apenas hay unidades en stock) Tampoco salió nada de segunda mano. Así pues, sería nuevecita y del catálogo entrante. Quedaron finalistas la Orbea Orca Bronze y la Scott CR1 Team (como Ainielle) En cuanto al proveedor, la compraría en Alcoy, que era el único sitio donde se comprometían a traerme los modelos Contessa de Scott (¡siempre me había sonado fatal lo de Contessa!) Me hablaron también de la Scott Foil, aunque quedaba fuera de mi presupuesto: con el 105 yo iba más que sobrada.

... Hasta que un compañero del instituto me convenció de que gastara un poco más y me quedara la Foil (con Ultegra) El presidente de la peña opinó que si la cambiaba tenía que quedarme la que me entrase por los ojos. Todas mis bicis, desde la GAC que tuve desde los 6 años hasta que terminé la carrera, habían sido azules. La nueva Ainielle, en cambio, es negra como un tizón, con unas rayas pintadas con tanto esmero que, si la miras desde atrás, parece morada. ¡Nunca había visto una bici tan extraña! Pero es mi Ainielle y yo soy una mujer de su casa, bueno, casera poco, quiero decir de los suyos.

La encargué a finales de septiembre, con las ruedas mejoradas a las Ksyrium Elite. ¡Si conseguía superar esta recuperación, merecía la bicicleta que quisiera! A estas alturas me habían convencido por completo mis amigos: merecía lo mejor. La única pega era que tardaría todavía un par de meses: la primera fecha que me anotaron en el papel del presupuesto fue el 25 de noviembre. Mientras tanto, en la tienda me prestaron a La Princesa, de cuyas curvas me enamoré, pero seguía siendo una talla grande.

Para las fechas en las que estaba prevista la llegada de Ainielle, me acababa de caer en una ruta de la peña y había perdido la escasa forma que había conseguido ganar en los dos meses que llevaba rodando. Me daba ganas de llorar imaginarme con una bicicleta tan cara entre unas piernas que ni siquiera la podrían mover. ¡Nunca volvería a ser un jinete digno de ninguna de ellas! Casi me alegré de que la fecha se pospusiera para la semana después de Reyes. Para la nueva fecha había perdido tres kilos a causa de un virus intestinal que me tuvo a régimen todas las navidades y atravesaba una gripe que me llevó con la lengua sacada y los músculos atrancados hasta mitades de febrero. Ainielle seguía retrasándose, como la salud que les había pedido a los Reyes Magos, que ya llevaba cerca de dos años de retraso.

Casi perdidas las esperanzas, el lunes siguiente al durísimo viaje de final de temporada (superado con algunas recidivas), el 1 de mayo, recibí una llamada de Sanegre: mi bici estaba en la tienda. Casualmente esa misma tarde tenía cita en Fisiojreig, así que aprovecharía el viaje para recogerla. La estrené al día siguiente, en una salida poco afortunada en la que el tornillo del protector de cadena se desenroscó, bloqueó los platos y me dejó tirada.

No fue hasta un mes después cuando empecé a subir. Sentí que realmente celebraba su llegada la mañana que me invité a mi primer carajillo junto a ella en El Chaparral. Dos días después subimos el Puerto de la Chirivilla: ¡había tardado dos años en volver! Ainielle Pequeña (así la llamo por lo reducido de su talla, que me resulta tan gracioso y cómodo) se va haciendo mía a medida que corren las anécdotas de cada salida irrepetible que pasamos juntas, cada día le descubro un detalle que la hace bonita.

Ainielle Pequeña
El primero, por supuesto, para Pakiyo.
Espero subir otro por cada uno de los que me esperasteis un instante, aunque todavía tengo "un poco de miedo y reparo" y algunas rachas de dolor.











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