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viernes, 22 de julio de 2011

BREVE RETORNO

Sempre acabamos por chegar ao sítio aonde nos esperam” (José Saramago)

          No creo merecer las palabras de mi reciente amigo; pero reconozco en su trato el que siempre hubiese querido tener en mi casa y en la de mi compañero. “Nadie es profeta en su tierra” -me repito. En las tardes primaverales de balcón, destrozaba mis valores -si alguno queda- darme cuenta de que me ofrecía más la Vida virtual que la real (¡esto para mí es inadmisible!), así que ha valido la pena emprender el largo viaje para dotar esta historia de realidad.
          Debería ser comunista a ultranza el corazón: “La tierra para el que la trabaja”; pero los sentimientos no siempre son tan lógicos ni tan justos. En mi largo periplo voy entendiendo también a quienes no pudieron corresponderme, les respeto y les deseo la mejor de las suertes en los Caminos que eligieron. No sé dónde me detendré, hasta cuándo durará este deambular “desnorteado”. ¡Que sea necio el corazón si se le antoja y pase de largo por allí donde le quieren bien! ¡Pero no tan idiota como para quedarse un sólo instante donde no haya de ser así!
          Si algo bueno tiene estar saliendo de una lesión es que no puedes cargar demasiado peso en la mochila: debes llevarte sólo lo que abriga y alimenta; hace uno “inventario” y va desechando las “cosas a medias”, “cosas -en palabras de Krisnamurti- que no son la totalidad de la vida”. Se aprende a salir adelante con muy poco; de éstas -si sale- sale uno reforzado. ¡Espero que los amigos sigáis ahí para gozar mis buenos tiempos!

lunes, 18 de julio de 2011

UN DÍA EN EL PEDREGAL DE SAN ANDRÉS (Con gratitud)

          Pido un pozal de café y me siento a escribir en la terraza de un bar de pueblo, como tantas veces viajando con Camino. Aquí en el Norte, pasado el puerto de Guadarrama, si no añades "grande" al pedir el café con leche, se queda en un cortadito. "Mediano" me lo han puesto hoy. Hace semanas que no escribía en mi libreta, desde que aprobé el Portugués, porque volver a mi lengua y a los bolígrafos de siempre significa volver a mirar mi Vida, reconocerla, y eso es precisamente lo que rehuido hasta el final.
          Al ir a poner la fecha me doy cuenta de que he olvidado qué día es. Es a esa altura del verano cuando verdaderamente siento que estoy de vacaciones. Deduzco que es lunes, porque ayer fuimos al mercadillo de Grado, que es los domingos. También me voy levantando y acostando más tarde, aclimatada a la metereología y a las costumbres de la casa. No hay prisa. Mis rutas ahora son cortas y aquí nunca acecha el calor. La aldea tarda en despertar; permanece todo el día silenciosa, hasta el punto que si dos vecinos se ponen a charlar a la hora de la siesta, ya no consigues conciliar el sueño. Desde que vine no he visto la tele, ni siquiera de fondo.

          Perdido sigue ladrando como un perrito de capital, persiguiendo a las gatas, pegado a mis talones. Aquí puede acompañarme a correr, son apenas 45 minutos a la fresca, aunque ya le voy cansando: será que mejoro. Salimos a media mañana, digerido el desayuno, mientras mi anfitrión pasea a Lúdor (su perro) y da de comer a los animales de la vecina. Trotamos hasta Trubia (unos 5 km de ida y otros tantos de vuelta), adonde esta tarde he llegado con Camino. Luego regresaré visitando los pueblines. ¡Nunca imaginé que en Asturias hubiese rutas tan llanas, con lo que me costó ciclar las veces que la atravesé! "La senda del oso" pasa por la puerta de casa. Un  par de tardes (una en bici y otra a pie) la hemos tomado en dirección  Proaza. Mi anfitrión dice que cambia todavía para mejor si tienes alguien a quien comentarle lo bonito que es. Sola salgo en dirección contraria.


         




           Las pistas forestales transitadas (no sé si quedará alguna de las que tanto me hicieron sudar) están todas asfaltadas. Lo comprendo si pienso en el incómodo barrizal en que se convertiría esto para la gente que trabaja en el campo. Sin embargo, me resulta inexplicable que "La Ruta del Alba" -que anduvimos ayer-, un precioso cañón dentro de un bosque de castaños, avellanos, robles, nogales..., esté casi completamente asfaltada y hasta con su tramo "en obras", además pueden circular los coches. No se necesita track ni reseña para orientarse en los paseos que me puedo permitir ahora; pero voy grabando para aprender a adjuntarlos. De momento hago pruebas con las fotos, aunque todavía no sé darles el tamaño que quiero y ponerlas donde me dé la gana ni escribir sobre ellas... ¡Me harto pronto del ordenador!


           Empezamos a andar pasadas las 5 de la tarde, después de una mañana de mercado, una comida improvisada en la esterilla (¡riquísima, como todas a cielo abierto!) y un carajillo tan grande como el café con leche mediano (¡costumbre asturiana que me encanta!) Había dejado de llover, aunque seguía haciendo frío, al menos para mí. Mientras conducía de regreso, no me percaté de que daban las 10 de la noche, y todavía había que ducharse, cenar (ensalada con pan y fiambre: menú que he "impuesto" en la rutina de la casa) Para mi anfitrión llega entonces la "hora feliz": le gusta sentarse un buen rato en el ordenador. Yo me quedo alguna vez escribiendo o tratando de aprender los entresijos del blog; aunque anoche, como corresponde al plácido, casi imperceptible, cansancio del senderismo, no quise encender el ordenador; me llevé la infusión a la cama para adormilarme leyendo. Me he levantado pasadas las ocho...
          ... Vuelvo a empezar el día, sin saber ya cuál estoy contando. Parecen iguales. No lo son. Se llenan de una rutina no tiranizada por relojes, sirenas ni calendarios. Mi amigo se marcha a trabajar sin prisas y le veo regresar sin agobios. ¡Qué distinto a mis "días lectivos" en la capital! Los días se llenan del rato del desayuno, la horita del deporte (aquí estiro con parsimonia en el corredor, relajando la mirada en el estrechamiento del valle),


 de fregar, poner la colada, comer, merendar, tomar café, ir excepcionalmente de compras al pueblo o a callejear por la ciudad. El sábado por la noche se llenó del cumpleaños de Eva, una entrañable fiesta que surgió de la bruma en la ladera de una colina.

         
 Soy bienvenida a esta rutina.


                                                                                                              ¡Escucharlo es un bálsamo que me sienta muchísimo mejor de lo que puedo expresar! Mi anfitrión no quiere que me marche -¡si ya llevo más tiempo del que creí que me aguantarían!-, me repite que le gusta encontrarme trasteando cuando se levanta o al volver del trabajo, que es un privilegio tener en casa a una persona como yo. "Eso es que no me conoces!", le advierto. Me ruborizo, incrédula. Luego pienso: "¿Y por qué no?" Soy una mujer joven, independiente y no suelo llevarme mal con nadie (o me llevo bien o antes me marcho) ¿Cuántas mujeres habrán muerto con las manos despellejadas sin haber oído nunca lo que me están diciendo y demostrando a mí, sin haber sido conscientes del valor de su presencia en una casa que quizá contadas veces abandonaron?
          ¡Era lo que necesitaba: el podium de la cotidianeidad! La niña que nunca se vistió de rosa ni se dejó cuidar, en plena veteranía quiere ser princesa. Traje algunas referencias equivocadas que era preciso mirar con perspectiva para cambiarlas.
          ¡Qué idiota es el corazón! Porque el mío ahora dice que debo volver, acabar el trabajo pendiente, cumplir mi deseo de la Noche de San Juan: quiero recuperarme, física y psicológicamente, para ver qué me depara la Vida más allá de la enfermedad y el desamor. Algún día, le digo a mi anfitrión, volveré pedaleando con mi bici Camino.
          Espero dejar en El Pedregal de San Andrés un amigo. Un amigo que allá por el mes de abril, cuando me aterrorizaba la llegada de estas fechas, sin conocer todavía mi rostro ni mi voz, me aseguró que no tendría que pasar el verano en el balcón y me ofreció la casa que ni siquiera le pertenece. Me valió el ofrecimiento y la lección.

viernes, 15 de julio de 2011

LOS LIBROS DE MI CABECERA: "EL HOMBRE DUPLICADO", MURAKAMI, AYLA...

          Una mañana de finales de junio coincidí en el instituto con los alumnos que acababan de aprobar la selectividad. Pasaban las horas charlando en un banco de la entrada, extrañados de andar sin prisas. ¿"A que deja vacío?", les pregunté, como acabar una ultratrail, regresar de un viaje o leer el último renglón de un libro que te ha gustado mucho. Cuando uno se ha centrado tanto en estudiar, se siente desorientado con tanto tiempo en las manos, paradójicamente, ante el cese inmediato de una rutina que anhelaba que acabase. Coincidimos. Yo había terminado también mis exámenes y el verano, como el suyo, se presentaba atípicamente incierto. Ni siquiera se me ocurría qué leer. "¿Qué será de nuestras Vidas el próximo septiembre?". "¿Cuánto o nada habrá cambiado?". Parecía que yo también sostenía en mis manos la solicitud de ingreso a la Universidad. Unos pocos estaban seguros de lo que querían y tenían la nota suficiente para dormir tranquilos (¡cuán habituada he estado yo a esta posición!); otros tantos lloraban, obcecados porque lo único que les ilusionaba no podía ser; bastantes se conformaban con lo posible; otros barajaban distintas opciones con mano temblorosa.
          Cuando termino un libro que me marca, tardo unos días en poder empezar otro, como si le guardase una especie de luto. Esas noches veo películas o leo relatos cortos, y voy amontonando sobre la mesilla algunos títulos, hasta que se perfila con nitidez el que realmente deseo leer en  ese momento.

DE QUÉ HABLO CUANDO HABLO DE CORRER”, Haruki Murakami.

          Tropecé por primera vez con este libro en la Feria de Valencia de 2010. Fiel a mi voto desde hace años de no comprar novedades, decidí esperar a que se editara en bolsillo. Pertinaz, Murakami volvió a cruzarse en mi camino en una librería de la Plaza de Santa Teresa en Ávila, cuando apenas llevaba un mes lesionada (¡y ya parecía un siglo!) Decidí tomarlo como un buen augurio (¡volvería a correr!) y entré por él.
          Haruki Murakami un buen día decidió vivir de la escritura y al mismo tiempo empezó a correr, aficiones que se convirtieron en su filosofía de Vida. Algo así cuenta la solapa.
          Lo he tenido presente durante los últimos meses, pero todavía no lo he empezado. Es uno de esos libros que reservo para lugares muy especiales -no es que éste no lo sea, pero me refiero a otros momentos, como el verano pasado, cuando salía a leer en los alrededores del Refugio Quintilio Sella, a 4000m de altura. Algún día “De qué hablo cuando hablo de correr” subirá en la mochila una Montaña o cruzará en las alforjas un país en bicicleta. Convencida de que ese día no está muy lejos, lo he traído en la maleta.

          “No hay ningún viento favorable para el que no sabe a qué puerto se dirige” (Schopenhauer). Lo leí en la camilla de mi fisio, en la revista “Ciclismo a fondo”, citado por un lesionado que persistió en recuperarse. La copié con mi rotulador azul.

EL HOMBRE DUPLICADO”, José Saramago.

          Por aquellos días me vino a la mente una cita (se han repetido, casi en el mismo orden cronológico, las mismas que copié en mis libretas durante la primera lesión), recordaba que era de Saramago, el cuaderno y las fechas en las que la subrayé por primera vez; pero no podía precisar el libro. Aquel día escribí muy poco de mi cosecha: el resumen más breve de mi historia, por el cual sin duda habría suspendido a mis alumnos, como suspenderé al terminar este artículo, que demostrará que no he terminado de leer ninguno de los tres libros y alguno incluso ni lo empecé.

          Tertuliano Máximo Afonso pierde por cobardía a la persona que ama; la deja marcharse con alguien idéntico a él y se estrellan con el coche. Ésa es la cobardía que me decepciona. Yo también hice tarde a varios cruces del Destino (Joa, 14 de octubre de 2004)

          Después seguían, en morado, una serie de citas que parecían seleccionadas para sobrecitos de azúcar:

          “Ojalá ella todavía esté cuando tú despiertes”. Supongo que Saramago hace un guiño al brevísimo cuento de Augusto Monterroso:  “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”.

          “...no decidir a tiempo puede llegar a ser un arma de agresión mental contra los otros”. Es curioso comprobar cómo al cabo de los años acabamos pensando y actuando de la misma manera ante situaciones similares; es un signo de personalidad del que hasta podemos enorgullecernos, siempre que no sean nuestros errores lo que acabemos repitiendo hasta el agotamiento de nuestras fuerzas o nuestra Vida, como el inútil esfuerzo de Sísifo. Días antes, en el descanso de las Pruebas de Acceso a la Universidad, había copiado de un azucarillo sabio, también en color morado (mi ex-pareja tenía la costumbre de llevarse a casa los del café del almuerzo, tenía un cajón lleno, que a veces jugábamos a releer al azar; se me ha quedado el vicio de devorarlos con la mirada cuando los veo ordenados en los platitos sobre la barra de los bares): No hay mejor manera de saber lo que una persona es que lo que hace cuando tiene libertad de elegir”. Claro que, llegados a este punto, deberíamos entrar a debatir qué entendemos por libertad, si somos libres alguna vez por completo. El concepto, como casi todos, tiene un significado denotativo: hay quienes cruzan océanos a nado y quienes se ahogan en un vaso de agua.

          “Hay situaciones en la vida en las que ya nos da lo mismo perder por diez que perder por cien, lo que queremos es conocer lo más rápidamente posible la última cifra del desastre, para luego no volver a pensar más en el asunto”. Ésta fue la que elegí para mi aprobado de Portugués.

          “...un hombre que se respeta no pide ayuda a una mujer, incluso no sabiéndolo ella, para después mandarla a paseo”.

          “...a veces nos preguntamos por qué la felicidad tarda tanto en llegar, por qué no vino antes, pero si nos aparece de repente, como en este caso, cuando ya no la esperábamos, entonces lo más probable es que no sepamos qué hacer con ella, y la cuestión no es tanto elegir entre reír o llorar, es la secreta angustia de pensar que tal vez no consigamos estar a su altura”.

          José Saramago, El hombre duplicado

          No recordaba en absoluto de qué trataba el libro. Esta amnesia argumental la tuve siempre con las películas: las mezclo, les cambio los títulos, las olvido, las reinvento; sin embargo, hasta hace pocos años era capaz de rememorar y sentir con la misma intensidad los argumentos y personajes desde mi primera novela hasta la última. Empecé a notar mi atrofia como quien se da cuenta de que padece un incipiente Alzheimer. Quizá sea un síntoma de la edad (como la vista cansada), quizá que ahora recurro a la Literatura más como una distracción que como objeto de estudio o leitmotiv.
          Empecé a releer la novela: Tertuliano Máximo Afonso (profesor), hombre mediocre amilanado de nacimiento por la rareza de su nombre, alquila una película en la que descubre a un extra idéntico a él, incluso vive en la misma ciudad.
          He pasado el invierno leyendo en portugués, entre otras cosas tres novelas y media de Saramago (a quien admiro como escritor y personaje público). No pude proseguir en ese momento con el esfuerzo intelectual y moral que supone; me encaminé por derroteros más fáciles, más acordes al de final de curso. “El hombre duplicado” se quedó sobre la mesilla de casa.

EL VALLE DE LOS CABALLOS”, J.M. Auel.

          El verano pasado un amigo me dejó uno de sus libros favoritos: el primero de la serie de El clan del oso cavernario”. Lo leí en un viaje por Portugal, en el que también me acompañó la enfermedad. Acabé encariñándome con la protagonista y con el devenir de una cotidianeidad que transcurría en plena naturaleza, sólo constreñida por las innumerables e incuestionables costumbres del clan. Con el añadido del valor histórico de la ambientación, literariamente era un libro “de verano”, de descanso (lo cual para mí no significa “malo”). Auel conseguía engancharte a la saga; pero decidí no leerlos todos de un tirón, ya volvería a llegar su momento con el ciclo de las estaciones.
          Empezó de nuevo el verano. Relegué a Saramago y a Murakami por las razones arriba argumentadas. Recordé a Ayla, compartí su soledad, envidié sus correrías. Busqué en internet el título del segundo volumen: El valle de los caballos”. Lo tecleé seguido de la palabra “descargar”, y por una vez la operación salió bien.
          Me llevó un par de días poder pasar de la primera página, no porque la lectura entrañara dificultad, sino porque me resultaba imposible leer de la pantalla un párrafo de un tirón, sin mezclar las líneas o distraerme en mis preocupaciones. ¡Nada que ver con la placidez de acabar el día dormitando sobre las olorosas páginas de papel! Pensé en imprimirlo, pero me sabía mal el derroche ecológico; en cogerlo prestado de la biblioteca, pero probablemente se me pasaría el plazo de devolución; en comprarlo, pero cada vez soy más reacia a almacenar. Persistí, mientras no acababa de decidirme, en la versión virtual, hasta que mis ojos fueron adaptándose y me encontré vagando con Ayla en busca de un lugar en el mundo.
          El segundo volumen empieza con una disposición temporal en alternancia, basada en dos viajes completamente opuestos que, por poca intuición narrativa que se tenga, se auguran convergentes: el Viaje deseado de Thonolan, a quien su hermano Jondalar decide acompañar, y el destierro forzoso de Ayla. Aunque se recorran las mismas tierras, hay una profunda diferencia entre ambos planteamientos.
          En mi modesta y poco fundamentada opinión -prácticamente desconozco el contexto histórico-, en los primeros capítulos Auel busca ostentosamente la identificación del lector, en detrimento de una ambientación fidedigna. Las conversaciones sobre el amor y las mujeres que mantienen los hermanos, así como la escena en la que Jondalar ("el chico de la película") inicia sexualmente a una joven, podrían incluirse sin variar una sola palabra en una novela del siglo XXI. Si reparamos en la diferencia de concepto y de usos amorosos que tiene lugar, en apenas unas décadas, con la invención del amor cortés y las sucesivas adaptaciones de esta herencia medieval hasta nuestros días; o lo que significaba "amar" en la Grecia clásica (había tres verbos diferentes, con acepciones distintas, para lo que nosotros hemos condensado en uno), no resulta verosímil que en la prehistoria ya se "amara" y se disertara sobre ello de la misma manera que nosotros charlaríamos en un bar con un amigo. Añadamos a la perspectiva diacrónica la cultural: los masai, por ejemplo, no conciben el beso en la boca como un gesto de deseo o de amor, en cambio, Jondalar besa como el más apuesto galán.
          Envidio el vigor de Ayla, su capacidad para sobrevirir en la soledad que le ha sido impuesta. Oteo la vasta llanura que se abre frente a nosotras y una lágrima resbala sobre mi mejilla: "¡Si yo también pudiera correr...!" He disfrutado largos viajes solitarios, he sido Thonolan y Jondalar; sin embargo, este invierno lloré muchas veces al pensar que tendría que marcharme, creí que mi cadera y mi espalda ni siquiera aguantarían el trayecto en coche, el mismo que hace medio año habría podido hacer a pie o pedaleando; dudé que me alcanzara la voluntad para bajar sola las escaleras. Lloré amargamente pensando que nadie es profeta en su tierra. Me sentí "maldecida de muerte", invisible ¡Ayla, entiendo el castigo, tu profunda tristeza!
          Anoche me pregunté si ella sería consciente de la importancia de su fuerza física y psíquica (parece que siempre va a ser así cuando la tienes). Pocas páginas después, Ayla temió resbalar al descender de noche un acantilado; sabe que en ese caso no podría cazar ni recolectar y toma precauciones; de su integridad depende su Vida (yo también lo sabía). Acusa la ausencia del clan, no sólo emocionalmente, sino en lo pragmático y cotidiano. Consigue matar un caballo, pero nadie la releva en el esfuerzo de desollarlo, como las mujeres de la tribu hacían con los grandes cazadores.
          A pesar de la añoranza, hay momentos en los que se siente liberada de las rigurosas tradiciones del grupo, para ella absurdas e injustas. No hay nada más desmotivador que ver tu Vida sometida a valores ajenos que no compartes.
                                                                                                                              Continuaré... (leyendo)

          He escrito mientras tomaba café (un carajillo de beilis con nata: ¡puro vicio!) en las calles por donde paseaba Ana Ozores, La Regenta, encorsetada en las costumbres de la Vetusta decimonónica, turbada por dos hombres que sólo se quisieron a sí mísmos, esposada a un marido al que nunca podría amar.

          Estoy segura de que hace unos días, al atravesar el Puerto de Pajares entre la niebla, pasé por la aldea donde vivió su infancia Daniel, "El Mochuelo", rodeado de aquel pico y aquel río y aquellos prados y aquellos trinos y aquellas gentes que eran su Camino, "El Camino" (Miguel Delibes)

miércoles, 13 de julio de 2011

PREÁMBULO Y JUSTIFICACIÓN: LAS "TIC"

Por motivos laborales, el próximo curso necesitaré familiarizarme con las TIC. Cuando me lo dijeron hace unas semanas, recordé haber leído antes estas siglas, las asociaba al título de cursillos y programaciones curriculares; pero nunca me había interesado por descifrar su significado (¡hay tantos acrónimos, famosillos, eventos y leyes de moda que se presupone que debemos conocer...!) Lo busqué en internet al llegar a casa: Tecnologías de la Información y la Comunicación. Obvio: como empecé diciendo en mi examen del último curso de portugués -que también versó sobre ello-, el tema está en el candelero. (“Anda na berlinda”, en lengua lusa. “Berlinda” significa “berlina”, el vehículo; debe de ser curiosa la etimología de la expresión)
Confieso que para el año que viene albergo la esperanza de regresar tan cansada de correr, de pedalear, de charlar y reír con los amigos, que -como solía ser- no me quedarán fuerzas ni ganas de enchufar el ordenador. De momento, como se acababa el curso, todos los cursos, y todavía no podía echarle al monte ni la mitad de horas que desearía, pensé entretener el verano intimando un poco con las exitosas TIC. Llevo meses tonteando con ellas (los cinco de la lesión); sin embargo, poco puede decirse que haya aprendido. Mis horas en la red no han pasado de ser un deambular desgarbado, sin rumbo (“desnorteado”, dicen los portugueses, con esa “e” que suena “i”, me parece una palabra de una sonoridad y un significado precisos, preciosos) El miedo es mal compañero (a mí la inmovilidad me aterra) y no había nadie más a quien decirle: “Voy a hacer esto”, y preguntarle al terminar: “¿Qué te parece?”. Eché de menos el pragmatismo agobiante de mi madre en mis años de juventud, cuando temía que la desperdiciáramos: “Però voldries posar-te a fer alguna cosa de profit?”.
Conecté el Ático a internet el pasado septiembre, porque éste era mi último año en la escuela de idiomas y necesitaba material sonoro. Siempre me sobresaltó que cualquiera pudiese colarse en casa cuando le diera la gana, a través del teléfono, de la red; me inquieta que las malas noticias o simplemente un pitido pueda irrumpir en tu tranquilidad, en tu cansancio, en tus momentos íntimos, en tu alegría o en tu tristeza... Nunca me pareció ventajoso estar localizable las 24 horas del día, los 365 días del año. El ser humano ya no “está localizable” sino que “ES localizable”, nace con esa cualidad intrínseca, cuya carencia se nos recrimina a quienes nos resistimos como una malformación.
Mucho se ha escrito y especulado (exámenes inclusive) sobre los usos y “desusos” de la red. Yo -aunque hay otros mucho más terribles: pensemos, por ejemplo, en la difusión de pornografía infantil-, el que más temía es la facilidad con que las pantallas, de una u otra índole, nos chupan las horas, sin que por ello vengan nuestras vidas a multipltcarse como las de los gatos. El tiempo que dedicamos a la “vida virtual” se lo estamos restando a la real, al contacto con la naturaleza y con otros seres humanos (me refiero al contacto que se huele, se toca, sonríe). Algo parecido sucede con las destrezas -esto lo observo a diario-: hay personas que se convierten en expertos navegantes en detrimento del desarrollo de otras habilidades, especialmente las sociales. Parapetados tras la pantalla somos quienes queremos ser; en la red sólo tenemos buena cara, buenos momentos; podemos acumular un millón de amigos sin necesidad de aprender a interactuar (respetar el turno de palabra, consensuar posturas confrontadas, tomar decisiones y alimentar ilusiones compartidas...) ni esforzarnos por ser mejores personas; ni siquiera es necesario que nos responsabilicemos de nuestra identidad o de nuestros actos. Total, cuando no nos interesa o no nos viene bien, cerramos el lap-top y los dejamos hibernando, o los mandamos a la papelera con un simple clic.
Afortunadamente, a mí las cervezas virtuales no me saben a nada, no me calman la sed ni me dan esa chispa que tiene mi doble malta favorita. Aun sabiéndolo, no he sido invulnerable. En los momentos bajos se me fueron a raudales las horas por el vertedero del cable, sense fer res de profit. Es cierto que no hubiese aprobado la comprensión oral de portugués sin tener la radio conectada desde que entraba en casa; disponer al instante de diccionarios y gramáticas me facilitó la tarea; no obstante, me desviaba con suma facilidad hacia otros derroteros, no tenía la impresión de concentrarme. Entendí la sensación de muchos de mis alumnos cuando no ven reflejadas en los resultados las horas que creen haberle dedicado al estudio. Descubrí lo que hacen mis vecinos los domingos, mientras yo solía contemplar charlando el atardecer al regreso de una excursión: los días festivos en la ciudad, los amigos, los esposos, los amantes, se encierran cada uno en su celdilla a cultivar sus relaciones en las antípodas. Comprendí cuánta insatisfacción y soledad debe de haber en algunos mal llamados “hogares”, “relaciones personales”, para que uno acabe refugiándose así. Hubo días y noches en los que me perdí (desnorteada), cerraba los ojos y redactaba como si tomase sorbitos de tila.
Aparentemente imperceptible, como la mejoría de los tendones, en el otro extremo del túnel se fueron perfilando les coses de profit, lo positivo que todos, incluso los inventos eletrónicos, llevamos dentro. Lo que sucede -ésta era la tesis de mi redacción en el examen final- es que quizá no estamos acompañando el espectacular desarrollo tecnológico con un crecimiento interior y un proceso de madurez social que nos permitan discernir un uso justo.
Es ahora cuando por fin me decido a tantear ese empleo a nivel personal, a aprender, a escribir o chapurrear sobre los (mis) temas de siempre (muchas Montañas espero, algunos libros, mi atípico diario...) Aquí abro esta puerta con curiosidad, sin miedo, porque sé que la primera visión del día será Naturaleza; la última palabra al caer la noche, humana.
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